Es imposible imaginar el rostro de Andrés Sánchez Robayna sin recordar sus ojos, mirando. Ahora que Cátedra publica El espejo de tinta, una antología de su obra (1970-2010), realizada por José Francisco Ruiz Casanova, se nos da la oportunidad de acercarnos a sus ojos en toda su plenitud: los ojos físicos, los que uno recuerda cuando aquel muchacho pausado, sonriente e inquisitivo, llegó a La Laguna, donde permanece, cuando bullía en él el gran poeta que ha sido; y los ojos cuyo testimonio ha dado escritos en versos memorables sobre la naturaleza de lo que ha visto, que es en gran parte la naturaleza en la que habita.

De manera admirable, y tranquila, filosófica, el poeta Sánchez Robayna ha ido haciendo tangible la geografía de su tierra, en lo más contundente, la roca, y en lo más huidizo, el viento, la arena, el médano? A esos hallazgos, que en esta antología se ponen de manifiesto como si él hubiera escrito un único poema larguísimo, ha llegado Sánchez Robayna sin renunciar nunca a su ansia de universalidad; sus fuentes poéticas, y su propia poética, están en todo el mundo, en todos los poetas que le han enseñado a ser y en muchas lenguas; nunca ha renunciado a esas referencias, no ha necesitado despojarse de ellas para acercarse a lo que es más tangible (o más huidizo) de lo que tiene más cerca. Así que uno acaba leyéndolo como si estuviera hablando del patio en el que hemos vivido nuestra infancia, nuestra adolescencia y los tiempos prestados de nuestra madurez.

Es difícil, en poesía, en narrativa y, en general, en la vida, proponerse una radiografía estética del universo físico propio y no caer en el relato del campanario. ¿Por qué lo consigue la poesía de Sánchez Robayna? Probablemente porque su introspección tiene que ver con una exigencia: la poesía tiene su propio código, se lee a sí misma, te va exigiendo, mientras la haces, una formulación propia, no depende de la respiración inmediata, nace de una larga respiración sostenida que acaba siendo poema, que se va haciendo como poema, que no preexiste.

Él lo explica recogiendo una muy interesante, e inteligente, reflexión del escultor Richard Serra. Dice así el artista norteamericano: "Nunca comienzo una obra con una intención clara y obvia. Si una obra no es más que una ilustración de lo que proyecto, es inútil. Espero siempre prolongar mi lenguaje a través de cada obra. Mediante el trabajo no busco reciclar lo que sé, sino descubrir lo que no sé".

A partir de ahí, Sánchez Robayna colige: "La evolución de mi escritura poética [?] ha sido un tránsito del estar al ser. Y también (¿o es lo mismo?) del espacio al tiempo".

La sensación (la que explica Serra, la que colige el autor) se traslada muy nítidamente al lector. La poesía es un tránsito, es transitiva, va del poeta al lector inmediatamente, sin otro filtro que el estado de ánimo, o la actitud, del que lee; la experiencia del poeta es, en seguida, la experiencia del lector. Cuando se trata, como en este caso, de un poeta que ha trascendido (y que ha trasladado) de manera tan limpia, tan iluminadora, el alma propia de lo que hemos vivido (de lo que hemos visto: en el cielo, en el mar, en la arena, en el viento) de nuestra realidad insular, entonces la poesía no es tan solo de Robayna, con serlo infinitamente, sino nuestra, exactamente nuestra.

Andrés Sánchez Robayna no le pide permiso a la tierra de los nombres propios (al terruño) para trascender la imaginación con la que traslada la naturaleza que recuerda o describe: "Nos cegaste. Seguimos caminando,/ a tientas en lo oscuro, hasta encontrar/ para siempre ese cuerpo al que abrazarnos,/ la cascada de luz, y ahí está la eternidad". Quien quiera ve los cielos griegos, quien lo estime mejor para su alma verá La Gomera, el Teide, el patio en el que el poeta pasó su infancia en Gran Canaria. Pues toda la luz del mundo es la luz que vimos y nos hizo felices en algún instante que ahora nos devuelve el texto que leemos.

Dice el antólogo: "Tanto Arthur Terry, al hablar de la 'la teoría del desciframiento', como Jorge Rodríguez Padrón, cuando se refiere a 'la palabra integradora', comprimen en círculos la poética de Sánchez Robayna sobre el eje de lo visto, lo vivido, lo leído, lo sentido; otros, por su parte, subrayan la condición insular como motor del verso, como ultrarrealidad que retorna en la palabra". Como insular que soy, estimo en estos versos un reflejo de lo que yo mismo vi o sentí muchas veces, en el médano, en la duna, en la orilla, en la gota que queda en el rostro en la última manifestación minúscula de la ola. He releído en Londres muchos de esos versos que alguna vez leí en las propias orillas de las islas, y de pronto ese salitre que guarda la memoria ha regresado como si estuviera escuchando los guijarros de Martiánez o la suave brisa de los pies andando por Las Canteras. Y es que el poeta lo ha sabido mirar para que nosotros escuchemos ahora, en cualquier sitio, en la orilla o en el extranjero, el sonido de esas memorias de cuya fertilidad vive la poesía que leemos.