Elementos ornamentales del pasado prehispánico de Gran Canaria, signos geométricos que conforman un hipotético sistema de comunicación del que en la actualidad se desconocen los códigos, y por tanto su significado. Sellos identitarios de una población aborigen que se han proyectado generación tras generación hasta la actualidad, reafirmando unos valores próximos a la pertenencia a un pueblo, a una comunidad. Las pintaderas, elemento asociado a la cultura de los antiguos pobladores de las Islas, continúan siendo un misterio para historiadores y arqueólogos.

Contra lo que cabría prever, a día de hoy sus usos continúan siendo un enigma para los especialistas, si bien entidades como El Museo Canario han dado un paso al frente para poner en orden y catalogar este patrimonio con la elaboración del catálogo Pintaderas de El Museo Canario. Un trabajo que se inició en el año 2006 y que, tras sucesivas intermitencias, se presentaba la pasada semana, y está disponible desde la página web de la institución científica.

Un trabajo de catalogación realizado por Ma del Carmen Cruz de Mercadal, Teresa Delgado Darias y Javier Velasco Vázquez, sobre las 214 pintaderas que se han ido incorporando a un ingente fondo desde su fundación en 1879. Una colección que según sostienen los autores de este trabajo "creció gracias a las aportaciones

realizadas por sus fundadores, amigos, socios y colaboradores, a las que pronto se sumaron las adquisiciones efectuadas por el propio centro, los hallazgos de sus exploraciones a diferentes rincones de la isla y los materiales resultantes de las intervenciones arqueológicas".

Han pasado 130 años desde que el antropólogo René Vernau referenciara los 42 sellos que había acumulado El Museo Canario en un artículo publicado en 1883 titulado Las pintaderas de Gran Canaria, y sobre estos elementos de formas geométricas sigue planeando un halo de misterio. Entre los años 1879 y 1901 la colección de El Museo Canario se incrementaba hasta las 124 piezas fruto de distintas excavaciones y yacimientos de distintos puntos de la geografía insular, tal como se detalla en esta catalogación. En concreto, entre 1880 y 1900, se incorporaban a los fondos de El Museo pintaderas y fragmentos localizados en los municipios de Agüimes, Arucas, Gáldar, San Nicolás de Tolentino, Teror, Santa Lucía y San Bartolomé de Tirajana. Este fondo, al igual que los que llegarían a la entidad en las décadas siguientes, no tendrían de su parte los sistemas de inventario y catalogación apropiados, con lo que buena parte de esa información se perdería o, en su defecto, tendría poca validez de cara a estudios arqueológicos o de otra índole como el que nos ocupa.

"La dinámica del Museo obliga a catalogar sus colecciones, y en este caso se optó por estas piezas sobre las que nunca antes se había trabajado a este nivel, de manera que se recuperó numerosa información que se encontraba dispersa, y se han podido catalogar unas 214 piezas", explica la arqueóloga Teresa Delgado. La experta de El Museo Canario advierte que este primer catálogo es "una colección abierta" a la que se irán incorporando nuevas piezas, como ha ocurrido recientemente con sellos localizados en La Fortaleza. "Esto no es sino un primer paso para continuar investigando en todos estos aspectos", apunta Delgado.

El proceso de catalogación se estructuró en tres fases, tal como relatan Teresa Delgado y Ma del Carmen Cruz. En primer lugar, se abundó en "cómo había sido el proceso de elaboración de las pintaderas, para lo que se hizo un trabajo de experimentación con alfareras profesionales que permitiera investigar todo el proceso, las diferentes secuencias y los gestos". En un segundo tramo, se recopiló toda la información relativa a "cómo habían entrado al El Museo y por qué vía". Teresa Delgado hace un alto en la conversación para enfatizar que sería un disparate, desde el punto de vista arqueólogico, analizar las pintaderas como elementos físicos aislados del espacio, tiempo y sociedad en el que fueron creadas. "Las piezas hay que integrarlas en el contexto y el ambiente en el que fueron halladas porque de lo contrario tendríamos que limitarnos a una mera descripción física, que no es lo que queríamos". Insiste la arqueóloga en que "la descripción física es un punto de partida para interpretar las piezas, para acercarnos a la sociedad que las generó". Y en tercer lugar, el proceso de catalogación hizo necesario igualmente un balance historiográfico, es decir "cómo se habían estudiado, y por qué se habían interpretado de determinado manera".

Partiendo de la base que "buena parte de la visión que tenemos de las piezas son producto de un pasado que venimos heredando", subrayan ambas arqueólogas, las conclusiones a las que se ha llegado tras años de investigación no resuelven las incógnitas y falsos mitos atribuidos a estos sellos de los antiguos pobladores de Gran Canaria.

"Lo que está muy claro es que existe una reiteración, una estandarización en todos los procesos gestuales de elaboración de las piezas, patrones que se repiten no sólo en la elaboración, sino en los motivos decorativos", puntualiza Teresa Delgado. Con unas

primeras pintaderas datadas entre los siglos VIII y XIII, que presentan superficies rectangular (la mayoría), cuadrada, circular, triangular simple y con variaciones de triángulos opuestos por el vértice, rómbica, trapecial o hexagonal, además de formas compuestas entre piezas circulares y rectangulares, y localizadas en yacimientos de Agaete, Agüimes, La Aldea, Tejeda, Santa Brígida, Artenara, Telde, Santa Lucía, Gáldar, y un destacable número sin procedencia cierta asignada, sí queda confirmado que "son piezas de ámbito insular", que lógicamente no se circunscriben a una localidad o grupo de población en concreto.

A este respecto, Teresa Delgado detalla que "vemos elementos muy generales en toda la Isla que no están asociados a algún tipo de yacimiento, sino que se repiten y están en toda la geografía insular y en un 99 por ciento en ambientes domésticos, áreas de hábitat, y en algunos asentamientos destinados a almacenar alimentos, como graneros". Piezas de uso cotidiano y doméstico que "los antiguos pobladores las integrarían en su vida diaria y en espacios donde existe una reproducción social del uso humano". Las formas geométricas que distinguen a las pintaderas, según argumentan Teresa Delgado y Ma del Carmen Cruz, "se proyectan hasta la saciedad en otros ámbitos, en decoraciones interiores de cuevas donde se repiten estos motivos o la forma de combinarlos, incluso en la decoración de algunos ídolos, como el de Tara, una especie de bolsos en piel y grabados de los que encontramos en yacimientos como Balos, que se repiten igualmente".

Una reiteración que sí permiten certificar, a juicio de las investigadoras, que "estamos ante unas piezas que vertebran un signo, y las pintaderas son elementos de transmisión de un mensaje, un sistema de comunicación. Esta sociedad ha dado a estas piezas un valor consensuado, el problema es que desconocemos los códigos que permitirían descifrar ese mensaje, y a día de hoy no podemos decir qué información se estaba dando ni dónde se estaba aplicando".

Al igual que ha sucedido en otras sociedades de distintas culturas, los signos del pasado se traen al presente con otras simbologías, presumiblemente distintas a las de su contexto original. "Esto sucede con mucha frecuencia y muchas veces utilizamos estos símbolos de antaño con nuevos valores", dice Delgado. "¿Qué transmitían? No lo podemos determinar porque no son elementos de identificación personal, que podían aplicarse sobre el cuerpo, en pieles o tejidos, como elementos decorativos y ornamentales en un sinfín de soportes que transmitían un mensaje que en la actualidad, y a la vista de estos datos, no estamos en condiciones de interpretar".