La implantación del libro electrónico es ya un hecho. Las cifras de venta de los dispositivos y la edición de cada vez más títulos en ese formato son pruebas de que el e-book está aquí para quedarse, con unas ventajas funcionales y de espacio que permiten comprimir una biblioteca de 8.000 títulos en la palma de una mano. Y sin embargo, hay personas para las que 8.000 títulos no son suficientes; buscan ese ejemplar concreto, quieren pasar sus páginas, olerlo, observar sus láminas y decidir qué anaquel de la biblioteca merece acogerlo. El coleccionismo se ha convertido en el penúltimo bastión del libro de papel, que juega así una carta que siempre se le ha dado muy bien, la del fetiche.

El martes se celebra el Día del Libro. Nadie mejor que los coleccionistas, capaces de desembolsar cientos de miles de euros por un ejemplar, para rendirle tributo. Salvador Moreno regenta desde hace seis años Byron´s, en la capitalina calle Cebrián, establecimiento especializado en libros antiguos. Explica que el coleccionista no es necesariamente un gran lector. "Hay gente que colecciona y al mismo tiempo los lee, pero otros coleccionan por coleccionar, buscan tiradas determinadas que son pequeñas o que tengan algunos grabados o litografías que le dan valor añadido. Hay alguno que colecciona incluso por el olor que desprende el libro", dice.

"¿Será entonces esa la marca propia de los coleccionistas? ¡No leer!" escribió el filósofo y bibliófilo Walter Benjamin, que refiere una conocida anécdota de Anatole France, al que a menudo le preguntaban si había leído todos los volúmenes de su imponente biblioteca. "No, ni la décima parte", contestaba el novelista, "¿o es que tal vez usted cenaría todos los días con su vajilla de Sèvres?".

A veces la adrenalina está más en la pesquisa que en la posesión, que puede ser una especie de anticlímax. Así, el acaudalado coleccionista brasileño José Mindlin localizó un ejemplar de la primera edición de O guaraní, de José de Alencar, que llevaba buscando 15 años. El propietario era un parisino que estaba dispuesto a venderlo. Mindlin viajó a París, se hospedó tres días en el Hotel Ritz y discutió con él la adquisición, que finalmente se cerró por una cantidad importante. A la vuelta a Brasil, dejó olvidado el libro en el avión, aunque afortunadamente el personal de Air France lo rescató. Otros, una vez que han completado la colección la regalan.

Los motivos o los temas que pueden guiar una colección son muy diversos. Unos se interesan por un tipo de encuadernación, otros por el trabajo de un editor concreto o por las diferentes ediciones de una obra. También están los que tejen una especie de argumento que explica y da coherencia a toda la colección, que se irá ampliando con volúmenes que obedezcan a ese relato. En otros casos no es ninguna de esta cosas, sino la intervención de un tercero, una personalidad relevante que ha hecho anotaciones al margen -marginalia-, lo que convierte un libro vulgar en objeto de colección.

Subastas

Hay todo un tejido de casas de subastas, catálogos, intermediarios y libreros que conforman el ecosistema en el que se mueve el coleccionista. Por ejemplo, si usted está el próximo 14 de mayo en Londres y tiene 4.000 libras esterlinas (unos 4.600 euros) podrá pujar por China Monumentis Illustrata, del jesuita Athanasius Kircher, en una subasta de Sotheby´s.

A estas herramientas tradicionales hay que unir internet. "Hay ya páginas como uniliber o iberlibro, que está a nivel internacional, pero entre los libreros es difícil, porque en ese aspecto solemos ser personas conservadoras. Intentamos, sin ayuda de nadie, buscar el libro que nos ha pedido el cliente. Si es un libro importante, con alto valor de mercado, lo que no queremos es que nos lo pisen", explica, "no hace falta levantar la liebre, lo hacemos a la zorrúa".

Internet también ha tenido efecto en los precios. Hoy quien tenga un libro antiguo en casa puede hacerse una idea de su valor con sólo consultar la red, por lo que cada vez es más improbable encontrar grandes gangas, uno de los mayores atractivos que tenía el coleccionismo. Así, a principios de los noventa no era muy difícil dar, entre los destartalados puestos del rastro madrileño, con alguno de los opúsculos del poeta bohemio Armando Buscarini por veinte duros. Quien hoy pague por ellos 200 euros puede considerar que ha hecho una buena adquisición.

Con estas características, era inevitable que el libro antiguo se acabara convirtiendo en objeto de inversión y especulación. El escritor Umberto Eco desistió de comprar un incunable de Ptolomeo por que le pedían 100.000 euros por él, una cantidad que consideró excesiva. "Pues bien", explica, "tres semanas después, un Ptolomeo parecido se cedió en una subasta por 700.000 euros. Unos supuestos inversores se habían divertido haciendo que subiera su precio. Es obvio que, a esos precios, el libro se esfuma para los auténticos coleccionistas".

Aun así, aun queda espacio para cierto romanticismo, cierto riesgo en la búsqueda y adquisición de libros raros. El cineasta Jean-Claude Carrière, que no se considera un verdadero coleccionista pero ha acumulado una estimable biblioteca, consiguió hacerse con un original del médico y astrólogo Robert Fludd. Tras cerrar la operación le llegó a casa por un medio más propio para transportar pizzas que libros: "El Fludd me llegó por mediación de un vendedor que se movía en motocicleta, con una bolsa de plástico atada al manillar, y en esa bolsa solía llevar por el mundo auténticos tesoros".

Hay libros raros, rarísimos, tan raros que ni siquiera existen, aunque hayan sido demandados por coleccionistas de todo el mundo. Uno de ellos es el célebre Necronomicon, grimorio ficticio ideado por H.P. Lovecraft, supuestamente escrito por el árabe loco Abdul Alhazred. A otro de estos libros falsos se refirió Jorge Luis Borges: "A principios de lo que un historiador holandés llamó, indefinidamente, la Edad Moderna, cundió por toda Europa el nombre de un libro, De tribus Impostoribus, cuyos protagonistas eran Moisés, Jesucristo y Mahoma, y que las alarmadas autoridades querían descubrir y destruir. Nunca dieron con él, por la suficiente razón de que no existía".

Lo más habitual para un librero como Salvador Moreno es comprar bibliotecas completas, que las familias del difunto coleccionista ponen a la venta. Y finalmente, confiar en que esos libros interesen a particulares, porque las instituciones ya no tienen apenas presupuesto para hacer adquisiciones A veces se consiguen ventas estupendas. "El libro más caro que vendí era un tratado del siglo XVIII sobre cirugía ocular, con grabados muy bonitos, que fue adquirido por un médico por 2.700 euros", dice.

Todos estos esfuerzos han hecho del coleccionista de libros un personaje romántico, que da la disonancia en épocas tan materialistas. Benjamin ensalza su figura: "¡Dicha del coleccionista, dicha del hombre privado! Nadie ha dado lugar a menos investigaciones y nadie se ha sentido mejor que ese ser[...] Para él la posesión es la relación más profunda que se pueda mantener con las cosas. No se trata de que las cosas estén viva en él, es él mismo quien habita en ellas".