Una suerte de contradictorio pero fructífero pannihilismo de insobornable rostro humano. Tal es el legado del carismático escritor francoargelino Albert Camus (1913 - 1960), quien el próximo siete de noviembre habría cumplido cien años (aunque un lamentable accidente de coche, que se estampó contra un árbol -coherente con lo absurdo hasta la muerte misma-, hizo que apenas alcanzara los 47), y que es, sin duda, de entre los grandes filósofos del existencialismo europeo, quien mejor puede hablarle al oído al exhausto hombre de nuestro tiempo. "Lo absurdo es lo único esencial, la primera y la última de mis verdades. Es dios, en el sentido más amplio del término", llegó a escribir en El mito de Sísifo, el breviario en que condensa su complejo y fragmentario pensamiento, y uno de los tratados filosóficos más elocuentes del siglo XX, por cuanto es, al mismo tiempo, una especie de religión individual y poética aplicada. Ya sólo podemos vivir sobre "los escombros de la razón" (que, por otra parte, según la historia nos muestra, es en sí misma "irracional") y, querámoslo o no, ya nos es "imposible salir del desierto", señalará con crudeza. Es más: Habremos de vivir "en el centro de ese desierto sin colores en el que todas las certidumbres se han convertido en piedras", profetiza, con ecos que recuerdan el imperativo del Zaratustra nietzscheano: "Bajemos a la arena, que el desierto está creciendo". De hecho, Albert Camus es una especie de Nietzche latino, y, como tal, dará preponderancia a una cierta sensualidad y hedonismo, como único ensayo de redención posible.

Si en sus dos grandes novelas, El extranjero y La peste conjuró -a respectivas escalas, individual y social- las grandes lacras que atenazan al hombre contemporáneo: la tiranía, la masificación, la apatía, el automatismo..., en El mito de Sísifo da microscópica cuenta de la génesis del ´panabsurdismo´ de la condición humana. El absurdo (o mejor dicho, ´lo absurdo´, neutro e infranqueable) no es un margen o una excepción, sino el terreno de juego mismo en que transcurre la existencia. Ello, a causa de la gran fisura irreconciliable entre el mundo y las entendederas (espirituales y cognitivas, para él indisociables) de cada ser humano de carne y hueso. Entre la unidad (impensable) y la diversidad, que atañe, inclusive, a las experiencias de cada cual. "Comprender es, ante todo, unificar, y esto nos está vedado", afirma. Lo absurdo campa a sus anchas en esas fisuras y oquedades, fundamentando nuestra existencia sin fundamento, como si los agujeros de un queso gruyere fueran lo primordial de su volumen.

¿Cuál es el límite, pues, de lo absurdo ad infinitum? Camus lo coloca razonablemente en el análisis del suicidio, allí donde la paradoja del absurdo existencial alcanza el paroxismo, y la filosofía ya no puede llegar. "Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico", ironiza. Por contra, la mayoría de los suicidios "se preparan en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra". Para Camus, el suicidio es el emblema de la máxima afirmación individual, que subraya el tope de la absurdidad, por cuanto se trata de la más determinante afirmación vital a través de la autodestrucción; algo que se observa de un modo palpable, por ejemplo, en los suicidas que corresponden a grandes ideas o ilusiones: paradójicamente, hallan una gran razón para morir porque han hallado una gran razón para vivir...

Pero esa es justo el contorno que bordea el cogollo del absurdo existencial de Camus, cuyas tesis (en ebullición, pero a fuego lento) contactan más y mejor con la sensibilidad actual, decíamos, que las de cualesquiera otros importantes filósofos de la existencia. Ni la agonía en exceso escatológica del Unamuno filósofo ni la angustia exacerbada de Kierkegaard, tan determinantes hace un siglo, nos tocan ya la fibra sensible como la flagrante absurdidad, para el aquí y ahora, de que nos habla Albert Camus. Sin embargo, de entre los "apóstoles del pensamiento humillado" -como llama hermosamente a su troupé de colegas de la filosofía de la existencia-, dice sentir predilección personal -junto con Jaspers y Chestov, otros dos grandes intimistas- por el filósofo danés. "Kierkegaard es el más interesante de todos, porque hace algo más que descubrir lo absurdo: lo vive", asevera. Lejos de resolver las contradicciones, trabaja en sentido inverso: las multiplica. Y vive lo absurdo con "la alegría desesperada de un crucificado contento de serlo", dice del gran preconizador, que, con lucidez, escribió: "El más seguro de los mutismos no consiste en callarse sino en hablar".

Camus nos llega más cercano, mucho más peatonal y oreado, desde luego, que los grandes sistemas ferroviarios de Heidegger y de Sartre. Éste le enmendó muy bien la plana al alemán y su pronta querencia de que "el hombre es su ser para la muerte", con sólo recordarnos que no nos alcanza la vida para pensar la muerte, y que la muerte, una vez aniquilada la conciencia, es, justamente, lo que no podemos ser. De modo que Camus acaba por recoger la pelota que está en el tejado de Sartre. El dilema del existencialismo que mejor conecta con la sensibilidad de hoy día está, en efecto, entre los dos filósofos franceses, muchas veces nombrados como un binomio complementario, como los enemigos íntimos que llegaron a ser. Ambos, curiosamente, no sólo compatriotas y pensadores de la existencia, sino además narradores y dramaturgos, y remachados por el premio Nobel. (A Sartre le honrará siempre su rechazo, y Camus fue, por cierto, el segundo autor más joven en lograrlo en la historia del galardón: a los 44 años, sólo precedido por R. Kipling, que lo obtuvo, en 1907, a los 42).

Sin embargo, frente a la áspera "náusea" y el peligroso "engagement" sartriano (el mito del escritor "comprometido", que, según la historia nos muestra, queda subyugado a un Régimen), "lo absurdo" y "la rebeldía" camusiana conectan mejor con el hombre de a pie. Y, además, Camus deja al menos un resquicio para que nos entre una bocanada de aire fresco. "Hay una felicidad metafísica en la defensa de la absurdidad del mundo", señaló. Ciertamente, frente a la abigarrada ferretería de Jean-Paul Sartre, más próxima a un estructuralismo dialéctico que a una filosofía existencial, es preferible reivindicar ahora (ante tanta inanición, no sólo material) la olorosa frutería de Albert Camus, de veras vitalista y anarquizante, fundada en un concepto mucho más puro e inequívoco, justamente, que el obsoleto compromiso sartriano: la honradez; la mera honradez camusiana.

Para insistir con ejemplos gráficos, frente al spa aparatosamente alambicado de Sartre, reivindicar ahora la cala de nudistas de Albert Camus. El hombre no es (sólo) una "pasión inútil", como quería aquél, sino, en todo caso, una pasión, útil e inútil, a la vez. Y es muy probable que el infierno sean los otros, según el célebre cuño del autor de El ser y la nada; pero son también el único purgatorio posible, a través de la confraternización, cabría inferir en el autor de El mito de Sísifo.

Sobre la idea pascaliana de que la vida no vale nada, pero vivir sí -lo es todo-, Camus propone un fructífero programa de autocreación permanente. Se trata de no bajar la guardia: el individuo pariéndose a sí mismo a cada instante. Y cuanto más consciencia del absurdo de ese esfuerzo -de cualquier esfuerzo, dado lo absurdo del simple hecho de existir-, mucho mejor será la convalecencia; pagarle a lo absurdo con su propia moneda, o darle con su misma medicina, como en un tratamiento homeopático. Tal es la propuesta camusiana: dar el sí de Sísifo; humanizar la piedra que, de todos modos, inexorablemente, habremos de mover encadenados. Es posible que la felicidad no pase de ser, entonces, más que un brindis al sol, para el nudista camusiano, que epicúreamente se conforma y solaza en el tibio recorrido, por ejemplo, del jugo de un albaricoque (ese sol al alcance de la mano) desde la comisura de la boca al ombligo y la entrepierna. Pero será, al menos, ´nuestro´ brindis al sol. Y mientras sea un brindis, evitaremos la siniestra subyugación a la tiranía solar, que, como en "El extranjero", nos vuelve autómatas y se convierte, de antemano, en el absurdo móvil del crimen generalizado.

A través de "la rebeldía" (mucho más factible e insobornable que las revoluciones, que -ironizaba Camus- suelen dar un giro de 360 grados y dejarlo todo peor que como estaba), el filósofo nos propone que arranquemos del árbol el carnoso albaricoque y lo comamos en tibio día soleado, para una felicidad que ya no puede ser más que una suma de contingencias íntimas. Pero también nos conmina, sobre todo, a pedirle peras al olmo, que cada quien concebirá a su manera, según el propio modo de contrarrestar la manzana del paraíso perdido, y que es la misma que nos desfonda nuestro lomo de escarabajos kafkianos. "Camus de chocolate", lo llamaba entrañablemente el cubano Jesús Díaz, en su novela "Las palabras perdidas". A la postre, pedirle peras al olmo, que ni siquiera existe en el desierto. La felicidad es bien precaria y ya sólo puede escribirse con minúsculas, bajo su esencial doctrina de que, en rigor -en honestidad-, no puede haber doctrina. Buscarla puede ser una empresa absurda, pero eludir la felicidad es subyugarse a la inmensidad de lo absurdo en que consiste todo. Se trata de ensayar, una y otra vez -recaída tras recaída, como Sísifo a su roca encadenado-, nos legó Albert Camus, "la rebelión humana contra lo irremediable".