Muy pocas personas he conocido con el optimismo y el entusiasmo indesmayables de José Sampedro Pérez, mi querido amigo Pepe Sampedro, que nos dice "hasta luego" a los 87 años. Una edad increíble en quien, hasta hace muy pocas semanas, compartía casi todas las convocatorias musicales en la plenitud del vigor y la inteligencia, con su verbo sonoro, su risa enorme y su amable ironía. "¿Qué te ha parecido el nota?", preguntaba de camino al parking donde recogía el coche que nunca dejó de conducir. El nota era el instrumentista, el cantante o el director que acabábamos de escuchar. Reía satisfecho si coincidíamos, pero en el caso contrario encontraba alguna virtud, calidades sutiles que contrarrestaban el juicio adverso. Además de un amor absoluto a la música, su rasgo más personal era la generosidad, la certeza de que en todos los músicos de vocación, profesionales o no, había algo especial. Y no le faltaba razón, a juzgar por el placer que este arte le daba.

Cincuenta fueron los años de nuestra amistad, iniciada en 1967, cotidiana y convivencial hasta que recibí una orden terminante de incorporación a filas y tuve que dejar mi trabajo en LA PROVINCIA. Firmaba la crítica musical con el seudónimo 'Tamino'. Le pedí que mantuviera la sección y aceptó de inmediato. Utilizó otro seudónimo mozartiano, el del sabio 'Sarastro', que se ajustaba como un guante a su personalidad bondadosa y equilibrado criterio. A lo largo del tiempo, sus ocupaciones profesionales como corredor de comercio de Las Palmas, amén de los viajes motivados por la educación de sus hijos, le obligaron a dejarlo. Pero siempre volvía, ya con su nombre y apellidos, persuadido de que era una función necesaria en el ciclo de la vida musical. Desinteresado y entusiasta, deja en la hemeroteca del periódico un patrimonio de saber tan valioso como templado por su buen talante.

Alfredo Kraus

Antes de vestir el caqui, aquel mismo año 1967, nos fuimos ambos a Oviedo para hablar con Alfredo Kraus, que cantaba en la temporada de ópera de la ciudad. Su misión era exponer al ya muy famoso tenor grancanario el proyecto que se había gestado aquí a lo largo de varios meses de reuniones con Gregorio de León, Luis Jorge Ramírez y yo mismo, que llevaba puntualmente al periódico los avances de aquello que parecía una locura y cristalizó admirablemente con la incorporación de Alejandro del Castillo. Consistía en crear una temporada de ópera anual en el Teatro Pérez Galdós, que necesitaba la estructura y las orientaciones de un gran profesional. Alfredo Kraus aceptó el reto, no solo como intérprete sino como director. Su personalidad y sus relaciones hicieron posible materializar el proyecto a finales de aquel mismo año 1967, con el resultado que conocemos: cincuenta temporadas ininterrumpidas hasta hoy mismo, que celebran el medio siglo después de un trabajo fervoroso y una voluntad indeclinable, en cuyo acontecer se suman cumbres y abismos, esperanzas y zozobras de toda especie.

Fueron la cultura, seriedad y bonhomía de Sampedro los argumentos de convicción que motivaron a Kraus, y por ello es Sampedro el único directivo de la Ópera de Las Palmas que ha estado en la junta rectora a lo largo del medio siglo. Sus viajes a los mejores festivales españoles y europeos le permitían traer a la Asociación operística información de primera mano sobre la excelencia de cada evolución. Recuerdo la gran fonoteca que atesoraba en su casa, siempre dispuesto a compartirla. Y, naturalmente, están en la memoria de muchos sus conferencias de aproximación a los estrenos, sus ejemplares notas de programa para conciertos de toda entidad y contenido, sinfónicos, cameristas y de jóvenes promesas. Sus críticas, siempre en LA PROVINCIA, coronan el valor de un servicio impagable a la cultura ciudadana.

La risa benévola

Pero mi memoria del entrañable amigo se sobrepone a todo por la calidad de su sentimiento amistoso. Fue un conversador estimulante, apoyado siempre en los datos más objetivos y en los más insólitos. La tonalidad de la voz y la risa benévola destacaban en cualquier diálogo. Respaldaba a los jóvenes y era estimado por todos sus conciudadanos. No tenía otro secreto que el de una cálida espontaneidad que excluía toda pose retórica en el coincidir o el discrepar. Amaba la música, sí, pero también el cine y la literatura. Era de esa clase de ilustrados afables en cuya presencia todos nos sentimos cómodos, respetados y oportunos. Nacido en Cantabria, adoptó desde su llegada a la Isla la idiosincrasia, el carácter y hasta el acento isleños. Lo mejor de su ser estaba en esa sintonía sincera, en la comprensión de los valores humanos y la benignidad frente a los contravalores, el abrazo dispuesto y la inteligencia que dejaba siempre paso al corazón.

Faly Cayón, su esposa, complementó admirablemente una existencia feliz, una compenetración profunda en el convivir y el compartir. A ella nuestra condolencia más afectuosa, como a los cuatro hijos y los ocho nietos en los que pervive el amor y el ejemplo de un extraordinario campeón del entusiasmo, el optimismo y la solidaridad.