Asus cincuenta años, la revista especializada Film Comment afronta sin miedo la aparición de nuevas publicaciones cinematográficas, que imitan su fórmula, pero no pueden hacerlo con su estilo y contenido, del que el libro La mirada americana: cincuenta años de Film Comment, editado por el Festival de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, es sólo una pequeña muestra de las firmas más ilustres que han pasado por las páginas del magazine para dar su opinión sobre una película y/o un cineasta: Andrew Sarris sobre Otto Preminger y Max Ophüls, Jonathan Rosenbaum sobre Nicholas Ray, la lista negra y la desmemoria del cine americano, Manny Farber y Patricia Patterson sobre Rainer Werner Fassbinder, Robin Wood sobre Kenji Mizoguchi o Phillip Lopate sobre la reconsideración a cambiar de opinión acerca de una película, entre otros autores seleccionados por el crítico Manuel Yáñez Murillo.

La mayoría de las publicaciones de cine se parecen cada día más a las revistas del corazón para consumo general y no para lectores especializados. En muchos casos, los espacios contratados por distribuidoras en un 99% norteamericanas han convertido a esas revistas en portavoces del cine de Hollywood de la peor calidad, lo que las hace publicaciones prescindibles salvo raras excepciones, como Sight & Sound (Reino Unido), Cahiers du Cinema (Francia), Caimán, cuadernos de cine (España) o la propia revista neoyorquina Film Comment, fundada por Gordon Hitchens durante el boom del cine de arte y ensayo y el llamado New American Cinema, a la que el Festival de Cine ha dado Carta blanca para programar una retrospectiva de películas precisamente de la era del New American Cinema, entre ellas la polémica The Private Files of J. Edgar Hoover, de Larry Cohen.

Cuando The Private Files of J. Edgar Hoover se estrenó en 1977, tanto demócratas como republicanos se sintieron disgustados por la representación poco halagüeña que la película hacia de Richard Nixon y los hermanos John y Robert Kennedy. A nadie preocupó que el ex director de FBI, que ocupó el cargo desde la década de 1930 hasta 1972, apareciera como un moderno inquisidor, un genio del mal, engreído, egoísta y rencoroso, permanentemente cínico e incisivo en su comentarios, que sin embargo mantenía a buen recaudo los secretos que afectaban a su sexualidad. Aunque todavía habría que esperar al estreno de J. Edgar (2011), de Clint Eastwood, para que la homosexualidad de Hoover quedase al descubierto. Aunque era un secreto a voces en Washington (Hoover nunca se casó, y vivía a pocos metros de su director adjunto, Clyde Tolson, a quien recogía todas las mañanas de camino a las oficinas del FBI, haciendo el camino de regreso juntos, después de comer en el hotel Mayflower, también juntos), la Oficina Federal siempre calificó la supuesta homosexualidad de su director de invención y rumor.

La complicidad que se estableció entre Hoover y Tolson con el paso de los años fue una cosa única entre dos hombres. Aún más rara cuando esos dos hombres trabajaban en el mismo lugar. Y rarísimo si ese lugar era la agencia del FBI y si esos dos hombres eran además los dos jefes. Tolson era más que su adjunto, su principal colaborador, era su amante. Reconocer la existencia de aquel vinculo a los demás (Truman Capote se permitía llamarles en privado con el apodo de Johnny and Clyde), significaba correr el riesgo de hacer disminuir sus estadísticas de éxito contra el crimen organizado o el comunismo en Hollywood. Hoover siempre desconfió de aquel grupo de directores, actores y guionistas que monopolizaban el pensamiento del cine americano. También abrió investigaciones sobre escritores como Erskine Caldwell, Sinclair Lewis y Ernest Hemingway, que fue catalogado de izquierdista e impostor y se le presionó hasta que se volvió paranoico. Cuando el FBI desclasificó los archivos de Hemingway en la década de 1980, revelaron que Hoover le seguía la pista ya en los años 40, al parecer por "sus vínculos con Cuba", donde tenía una casa.

sexo y suicidio. Los archivos privados de Hoover acopiaban también varios intentos de suicidio de Marilyn Monroe, así como de la intensa actividad sexual del presidente John Fitzgerald Kennedy (al contrario que el director del FBI, si no tenía sexo se deprimía) y su hermano Robert, Fiscal General de los Estados Unidos desde 1961 hasta 1964. A cada nuevo presidente que accedía al poder, Hoover le mostraba el abultado prontuario que poseía sobre él, por lo que ninguno se atrevió a destituirlo. Políticos, financieros, empresarios, directores de periódicos y estrellas de Hollywood, también tenían su expediente en la oficina de Hoover, situada en un edificio de hormigón macizo y de pésimo gusto, cerca de la Casa Blanca. Cuando murió en 1972, sus archivos, sus informes y sus cintas magnetofónicas, fueron destruidas por su fiel secretaria, dejando el camino libre para todas las conjeturas.

De las muchas conjeturas que se han vertido sobre Hoover en artículos, libros, películas, es difícil demostrar que una sola de ellas sea cierta. Pero también es imposible demostrar que lo contado en The Private Files of J. Edgar Hoover, rodada sólo un año después de la afamada Todos los hombres del presidente de Alan J. Pakula, basada en el llamado caso Watergate, que provocó la dimisión del presidente Richard Nixon, sea falso. Con un tándem formado por dos de los grandes de Hollywood (Broderick Crawford y Dan Dailey), Cohen reinventa el cine político con un filme exhaustivo y denso, perfectamente hilvanado. De lo que no cabe duda es que a partir de películas como The Private Files of J. Edgar y Todos los hombres del presidente la verdad comenzó a salir a la luz, como en la campaña presidencial de 1948, en la que Harry S. Truman dio un discurso en el que atacaba al partido republicano. "Durante el discurso un seguidor le gritó: '¡Mándalos al infierno, Harry!' (Give 'em Hell, Harry!) y Truman respondió: 'No les mando al infierno. Sólo les cuento la verdad y piensan que es el infierno".