El recuerdo estaba completamente solo, aislado, como un pináculo en una ciudad anegada por una gran riada, cuya cabeza asoma por encima de la superficie turbia del agua." Haruki Murakami, '1Q84', Libros 1 y 2.

¿Por qué estamos sufriendo en Canarias tantos ataques directos al sistema urbanístico vigente? ¿Se trata de una actitud desesperada debido a la crisis y la consecuente falta de inversión o hay razones objetivas para pensar que sobra Urbanismo?

Hace ya la friolera de treinta años, el destacado arquitecto y entonces responsable de la política urbanística de Barcelona, Oriol Bohigas, se despachaba en la revista del Colegio de Madrid con aquel exabrupto "El Urbanismo no es posible". Cinco años después, en este caso en el periódico El País, él mismo se desdecía de la mayor parte de los argumentos esgrimidos en aquel escrito, con otro titulado "Muerte y resurrección del planeamiento urbanístico". Una autocorrección pública con la que el arquitecto catalán hacía un acto de humildad, totalmente innecesario de no haber caído ingenuamente en la ola de desregulación que azotó al mundo entero durante esos años.

Los cambios a todos los niveles (sociales, económicos, culturales?) que aceleradamente se habían precipitado durante los años setenta, entre cuyas causas se encontraba la crisis que había provocado el incremento de los precios del crudo, coincidieron con (o quizá estimularon) un periodo de liberalización creciente (para algunos el despe- gue del llamado neoliberalismo), que en términos urbanísticos se tradujo en un ataque despiadado al modelo que en Europa se había estado fra- guando durante décadas. La desregulación urbanística, especialmente en este continente, comenzaba a tomar cuerpo y, aunque con diversa intensidad según zonas, con la suficiente capacidad de seducción para dejar "tocado" el entramado legislativo de casi todas sus regiones.

Sin duda el caso más espectacular por su determinación y dureza fue el experimentado en Inglaterra a raíz del ascenso al poder de Margaret Thatcher, pues supuso una profunda transformación de los principios que habían regido el urbanismo en aquel país desde la Segunda Guerra Mundial. Una compleja transformación que en pocas palabras se resumía en la supresión de la circunscripción metropolitana, que era el ámbito responsable del seguimiento y control de los planes estructurales de las grandes ciudades y la introducción, en su lugar, de una serie de órganos de gestión dependientes del Estado (y por tanto de la primera ministra) que actuaban directamente sobre una serie de áreas urbanas previamente seleccionadas. Las actuaciones más significativas se produjeron en Londres sobre el borde urbano del Támesis, pero operaciones de este tipo hubo en casi todas las metrópolis británicas.

Estas transformaciones, que afectaban a lo más profundo de la tradición urbanística británica, venían justificadas, según sus defensores, por las dificultades que imponía el entramado legislativo en materia urbanística de aquel país, en relación con las urgentes operaciones que Inglaterra necesitaba en orden a superar la crisis y ponerse a la altura de los países más desarrollados. El referente inmediato: los Estados Unidos, que casualmente acababan de elegir presidente a Ronald Reagan.

Un referente en principio apropiado, puesto que en los Estados Unidos se disponía, y se dispone, de una legislación urbanística mucho más flexible y diferenciada por estados, así como proclive a resolver cada problema mediante negociaciones puntuales pactadas con la iniciativa privada. Ahora bien, donde el control democrático (que hace del urbanismo estadounidense uno de los menos corruptos del mundo) se organiza a través de un creciente cuidado con la igualdad de oportunidades, la transparencia administrativa y la participación pública, aspectos que en la legislación urbanística británica se vinculaban a la administración de las áreas metropolitanas o de los municipios, y que con la desregulación y la acción directa del Estado quedaban absolutamente desnaturalizados.

Al margen de lo que la desregulación estaba suponiendo en términos de debilitamiento del estado del bienestar (uno de los orgullos británicos), distanciamiento de las comunidades locales, descontrol de los precios del suelo y sometimiento del interés público a las estrategias del mercado financiero, tampoco las operaciones más emblemáticas estaban justificando aquella tremenda catarsis. Visto con perspectiva, ¿la planificación del centro financiero Canary Wharf (la guinda del pastel), que fue un desastre, no hubiera funcionado mejor con la legislación urbanística "regulada"? Un centro que tardó 20 años en llevarse a cabo debido a la quiebra financiera de la promotora (Olimpia y York) y una descoordinación absoluta entre la construcción del centro y sus infraestructuras, es decir, la red viaria, el metro, el tren ligero...

Pero la desregulación había pinchado en carne (nunca mejor utilizado el símil taurino) y a ella se iban sumando muchas comunidades que veían en el nuevo modelo una formula fácil para resolver antiguos contenciosos urbanísticos o sorprender con operaciones espectaculares con la esperanza de progresar en el ránking de "ciudades mundiales".

El caso de Japón fue realmente paradigmático. De hecho, algunos expertos aseguran que la burbuja inmobiliaria desarrollada durante aquel periodo no ha sido nunca superada. La desregulación urbanística, que allí se llamó "minkatsu" ("Tokio 1985", LA PROVINCIA, 1 de noviembre de 2009), fue un calco del modelo desarrollado en Inglaterra, pero con consecuencias, si cabe, mucho más dramáticas. Las operaciones de revitalización urbana programadas en la bahía de Tokio durante los años ochenta, dejadas casi totalmente a los privados, generaron tal cúmulo de desajustes sobre los precios del suelo que quedaron absolutamente bloqueadas durante más de una década y no se pudieron reactivar hasta bien entrado el siglo XXI. Una desregulación que fue más allá de lo estrictamente urbanístico y que ha sumido a Japón en una latente recesión, de la que no parece desprenderse.

En los países latinos, especialmente en Italia y España, las experiencias fueron igualmente nefastas. En España no son difíciles de señalar, porque todavía nos estamos rascando, ¡y cómo!, con la desregulación reciente de los noventa y las consecuencias de todos conocidas. Y en Italia porque la indisciplina urbanística ya estaba grabada en lo más profundo de la tradición nacional y la desregulación (Leyes de Emergencia de 1980) no fue sino la oficialización de la discrecionalidad y por tanto del fomento a la corrupción y a las maneras "tangentes", como allí se conocen, de practicar el urbanismo.

En resumen, que lo que ahora se está experimentando en Canarias, no solo con declaraciones, sino con acciones directas contra su sistema urbanístico, no es sino el reflejo (tardío y cuando ya no pasa nada... Serrat dixit) de aquellas políticas añejas, corruptas e inútiles, producto de la impotencia y de la ausencia de inversión de ahora. Como si algún tipo de desregulación "a la canaria", fuera a mejorar las condiciones económicas del archipiélago cuyas bases están en una quiebra profunda del sistema a nivel planetario.

Pero con el riesgo de tirar el agua, la palangana y el niño dentro.