Desde diciembre hasta abril nevaba copiosamente en la cumbre de la isla en más de la mitad de los años en que se explotaba económicamente la nieve durante los siglos XVII, XVIII y XIX. En la actualidad nieva solo ocasionalmente y con menor intensidad que en el pasado. Los meses de enero y febrero fueron los más abundantes en nevadas durante esos siglos, cuando el Cabildo Catedral, con sede en la sala capitular del patio de Los Naranjos anexo al templo catedralicio, utilizaba los dos pozos de nieve de la cumbre de Gran Canaria, construidos en 1694 y 1699, para consumo de la fría sustancia por sus prebendados, surtir a los hospitales del hielo necesario para adormecer las zonas dañadas de los pacientes en la práctica de la cirugía o simplemente bajar la fiebre, vendiendo el resto al público para botillería (refrescos) en la nevería situada en la fachada del naciente de la catedral. Hoy constituyen ambas excavaciones un importante patrimonio arqueológico en la alta zona de la cumbre dominada por pinos canarios, retamas amarillas, salvia blanca, gamonas, taginastes blancos, codesos y coloridos alhelíes del monte, al socaire de las instalaciones militares de la estación de vigilancia aérea, EVA 21, y de la superficie que se utiliza como ocasional helipuerto.

El primer pozo, excavado en 1694 en forma de estanque, en la parte más alta del barranco de La Abejerilla y justo debajo del helipuerto, no tenía techo, sino que se cubría después de colmatarlo de nieve con un manto vegetal que protegiese de la intemperie al frío producto. Eran la lluvia y el sol los principales enemigos para su conservación, lo que hizo necesario construir cinco años después un nuevo pozo con techo. Debajo de la tierra caída en los últimos años después de su rehabilitación, en el interior del primer pozo se conservan aún las vigas de tea que soportaban la primera fila de nieve compacta, protegiendo el desagüe de barro cocido por el que se filtraba el agua de la nieve que se iba derritiendo, y que se conserva en perfecto estado.

El segundo pozo sí tenía cubierta, a modo de una casa con tejado que resguardaba el gran cilindro de 9,5 metros de profundidad y 6,5 de diámetro excavado en 1699. Una vez que lo localizamos en 1999, después de permanecer completamente cubierto de tierra durante muchos años, los suficientes para que los grancanarios nos olvidaremos por completo de su existencia, y comenzadas las tareas de rehabilitación financiadas por el Cabildo de Gran Canaria, optamos por instalar sobre el gran agujero una estructura metálica ligera cubierta con juncos que simplemente recrease la idea de un techo.

Ambos pozos son visitados por numerosos residentes y turistas, que se sorprenden de que en la isla se comercializara la blanca precipitación y que leen con avidez la información en tres idiomas que se muestra en la cartelería. Las instalaciones necesitan de una pequeña puesta al día y la periódica e inexcusable limpieza de sus interiores y exteriores, que ocasionalmente realiza la consejería del Cabildo competente y que estamos seguros que volverá a hacerlo en primavera, cuando el frío y el viento amainen.

A finales de enero y principios de febrero de este año el frío del invierno nos regaló una vez más un ligero manto blanco en los alrededores de los dos pozos, que contrastaba con el negro de los troncos de los pinos quemados en el último incendio de 2017, el verde de sus hojas recién rebrotadas y el color rojizo de la pinocha mojada. Una imagen gratificante para los grancanarios e inesperada para los foráneos apenas pertrechados con chanclas, bañador y toallas, que armados con sus guías de papel o consultadas a través del inseparable móvil suben desde el calor de las playas del sur para comprobar que la isla es un continente en miniatura. Nieve que no es suficiente para recolectarla hoy en día, apisonarla y depositarla en los pozos. Dura labor que realizaban casi todos los inviernos a partir de 1694 y hasta 1900 una numerosa cuadrilla de hombres y mujeres que vivían en los pagos existentes en las cercanías de la cumbre (Cueva Grande, Camaretas, Ayacata y San Mateo) que acudía a la llamada del encargado del Cabildo Catedral de Canarias. A principios del siglo XX esa curiosa actividad cesó casi por completo con la primera instalación de una fábrica de hielo en Las Palmas.

Las labores de recolección de los blancos copos duraban una media de tres a cuatro días y sus frías noches, en las que los trabajadores dormían y se refugiaban en una pequeña casa construida a la vera de cada uno de los pozos, sufriendo el rigor del tiempo y el cansancio del duro trabajo, pero al menos bien alimentados con las abundantes provisiones que el encargado hacía subir a las instalaciones, y que eran preparadas por las mujeres que acudían expresamente a cocinar para ellos en tan fríos parajes. La dieta que suministraban era hipercalórica, a base de harina de trigo, gofio de millo, pescado salado, queso duro, agua y un litro y cuarto por cabeza de vino de la Bodeguilla de San Mateo, reforzado con aguardiente de muy alta graduación. Solo así, y empujados por la necesidad de llevarse a casa algunos reales, resistían los neveros las inclemencias del tiempo.

Concurrían en las instalaciones cumbreras los arrieros que conducían las bestias con los bastimentos necesarios para el campamento, los paleros, los pisoneros o peones del interior de los pozos, los peones de fuera, las mujeres encargadas de preparar la comida, el encargado de ir a moler el trigo o el millo al molino más cercano y el capataz o encargado de la expedición. El promedio era de cuarenta trabajadores, que pasaban de tres a seis días en la fría y nevada cumbre, bajo las estrellas de Orión y la cercanía del Pico de los pozos, al calor de la lumbre y de la paja que iban consumiendo en las tareas de recolección. Básicamente eran dos los grupos principales de trabajadores que realizaban las tareas de conservación de la nieve: los pisoneros o maestros, que cobraban un salario diario superior a los demás, y los peones. Estos recolectaban los copos en los alrededores de los pozos, mientras que los primeros los apisonaban en torales (cajas de dura madera) hasta convertirlos en un macizo bloque de hielo que depositaban con pericia y cuidado en el interior de la cavidad, formando filas que se compactaban por completo a su largo y ancho, pero que eran separadas por la parte superior de la siguiente hilera de bloques con una generosa capa de paja. Se utilizaba paja de los cereales tradicionales de los que se dispusiese: trigo, avena y centeno, y en su ausencia incluso llegaron a emplearse sarmientos de vid. De esa forma no se convertía la nieve dentro de los pozos en una inservible y compacta masa única, sino que se podía operar con ella más fácilmente mediante hileras de unos 40-50 centímetros de altura que se cortaban durante el verano, siempre después de la fiesta del Corpus, en bloques del tamaño necesario para que cupieran dentro de los serones de los caballos que la acarreaban a la Catedral. Por supuesto que existían mermas en el largo recorrido del camino de los neveros, que se evitaban dentro de lo posible con mantas y paja que abrigaban el hielo en los serones, pero que se compensaban previamente cortando los bloques con un mayor volumen al estipulado que debería llegar a la nevería de Vegueta.

Para recordar la faceta investigadora y de campo que realicé desde 1998 hasta 2003, y por qué no, para ver la nieve, subí con unos amigos el 3 de febrero desde los Llanos de la Pez hasta la primera degollada que delimita la ruta Bentenjuí en su pavorosa bajada por el roque Lajiudo hasta el Sequero, flanqueada a la derecha por el majestuoso Campanario y a la izquierda por la ladera que sube al Pico de los pozos de nieve. Nos habían avisado varios corredores que entrenaban en la zona que el viento era fortísimo en la degollada y en sus altos, por lo que nos aconsejaban regresar. Así lo hicimos, pero primero remontamos todo lo que pudimos la ladera desde la degollada en dirección al Pico, bajo una densa niebla, solo rota por la fría lluvia y el potente aullido del viento, hasta la amplia zona rocosa delimitada por los mojones de la finca de La Retamilla del Cabildo. Allí las rachas de viento eran tan fuertes que por prudencia nos hicieron desistir del intento de acercarnos caminando a los pozos de nieve, regresando a los Llanos de la Pez. El riesgo no era tanto que nos tirara el viento, todos los caminantes por encima de los ochenta kilos, sino que una rama suelta impactara contra nosotros a más de noventa kilómetros hora.

La inclemencia del tiempo, y sobre todo el fuerte viento, no impidieron que muchos grancanarios subiesen una vez más a intentar ver y tocar la nieve, aunque el sábado, día 3, por la mañana ya casi había desaparecido. Los lugares más visitados eran el mirador del final de la carretera y los dos pozos de nieve. Las adversidades climatológicas se recrudecieron la semana siguiente, nevando bastante más que en la anterior el día 8, repitiéndose viernes y sábado las habituales excursiones en coche para disfrutar del manto blanco.

A pesar de que en 1999 explicamos que el topónimo "Los Pechos" provenía del término "Pexos", con el que el teniente británico Arlett identificó erróneamente la cima de la isla en su preciado mapa de 1837, y que el nombre correcto del que provenían ambas referencias era el de "Pozos", que había dado lugar al nombre del Pico de los pozos de nieve, máxima altura de la isla con 1.949 metros, en la actualidad aún se conserva alguna señal de carretera con el nombre "Los Pechos", para confusión de todos los que pasan por allí. No existen "Los Pechos", pero sí el Pico de los pozos de nieve, que un par de veces al año, y normalmente en febrero, nos obsequia con un ligero manto de nieve en sus alrededores para deleite de todos los grancanarios.