"Promesa cumplida, misión cumplida", pronunció Concepción Hernández al filo de la una y media de la tarde tras jurar la bandera española en homenaje a su hijo Cristo Ancor Cabello, fallecido en acto de servicio en octubre pasado durante la misión española en Herat, Afganistán. El acuartelamiento General Alemán Ramírez, en Las Palmas de Gran Canaria, no podía escoger mejor día para conmemorar el 437º aniversario de la creación del mítico regimiento Canarias 50.

"Estoy en mi casa, rodeada de mi gran familia militar", dijo la madre de Cristo Ancor Cabello Santana con la voz serena, por fin, tras muchos minutos de emoción durante la larga ceremonia de jura de bandera con la participación de 277 personas, la inmensa mayoría civiles, entre ellos varios políticos.

"Tengo una familia civil, pero también una gran familia militar, que es lo que mi hijo me ha dejado", agregó Concepción Santana, una madre "orgullosísima", dijo, de vincular toda su vida al Ejército. Se emocionó durante la ofrenda que dos soldados ataviados con el clásico uniforme de miliciano canario hicieron ante la cruz de los caídos mientras sonaban los acordes de La muerte no es el final, pero no sólo lo hizo por su hijo. "Yo en todos los actos militares me emociono porque los vivo y me gusta mucho la vida militar", argumentó bajo el sol de abril que inundaba el viejo acuartelamiento del Canarias 50 de La Isleta.

"He venido aquí a cumplir una misión, a jurar bandera", lo que Cristo Ancor le decía que le faltaba para completar su formación militar al ver cómo su madre se involucraba tanto en la pasión de su hijo. Concepción asume de tal forma su compromiso con lo castrense que subraya que está "incondicionalmente" al servicio del Ejército.

Fue ella la primera en desfilar camino de la bandera, plantada en medio del patio del cuartel General Alemán Ramírez. Ataviada completamente de negro y con gafas de sol, abrió la eterna comitiva de civiles y militares que se apuntaron a la jura popular. Concepción se dirigió a su objetivo muy seria, con emoción contenida pero con firmeza. Hizo una reverencia a la enseña, dio dos pasos, la cogió con las manos y la besó.

Totalmente entera, volvió a su sitio junto a los demás comprometidos, hombres y mujeres de todas las edades, para seguir el resto de la ceremonia. Fue entonces cuando vinieron las emociones. Mientras el tambor repiqueteaba sin parar, se sucedían los actos. Primero, el homenaje a los soldados caídos, que hizo romper a llorar a Concepción; y después, el himno de infantería, la despedida de la bandera entre los acordes del himno nacional, la marcha de la soldadesca a paso ligero y el ceremonial desfile.

A Concepción, pañuelo en mano, no le importaron los 80 minutos largos de ceremonia, ni el sol implacable de primavera, ni tampoco que tuviera que estar de pie, que todo el mundo tuviera su vista puesta en ella, ni se sonrojó cuando el coronel le dijo: "Gracias, Concha, por ser la inspiración de este acto". No, a ella sólo le importaba terminar la misión que había venido a cumplir 198 días después de que Ancor se fuera para siempre.