No podía dejar de trazar unas líneas de recuerdo y afecto en la despedida del amigo desaparecido. Fuimos testigos de su llegada a Gran Canaria y de los motivos que, en realidad, le hicieron quedarse definitivamente en nuestra isla, por la que de inmediato se sintió atrapado. Nunca pensó, cuando por primera vez pisó tierra insular, en el invierno de 1967, que su vínculo iba a ser definitivo, más cuando en aquellos momentos disfrutaba en Madrid de un agradable prestigio profesional de la mano, entre otros, de Massiel, la cantante que meses después iba a alcanzar la gloria en el festival de Eurovisión.

Pablo, cuyos verdaderos apellidos respondían por Álvarez Rizo, pero al que ilusionaba filiarse en el mundo de la noche por los linajes que decía habían pertenecido a sus antepasados, fue, en los albores de su llegada a Canarias, uno de los artífices del que luego sería el gran carnaval capitalino. Eran años en los que aún no se había establecido la democracia, pero la tolerancia gubernamental insular en estas fiestas era palpable y decidida. Antes que el recordado Manolo García pusiera las bases del gran espectáculo por las calles capitalinas, el ingenio, la fantasía y el atrevido saber hacer de Pablo y Pipe Rosas, comenzaron a darle a la ciudad el toque mágico de la fiesta que luego ya no pudo suprimirse.

El impacto fue imparable. Las primeras magníficas carrozas que el Ayuntamiento comenzó a encargarles, destinadas al paseo de las reinas y al traslado de la sardina para su entierro, eran insuperables y fueron las que empezaron a marcar el gran desarrollo carnavalero. Aquellos grupos formados por la denominada Scala del Carnaval, que llegó a tener de madrina a Montserrat Caballé, también obtenían la mayoría de los premios que otorgaban las sociedades, ya que estas eran los únicos recintos que entonces organizaban privadamente las denominadas fiestas de invierno. Pablo Bucareli recogió varias veces de manos del presidente de recreo del Real Club Náutico, Cecilio López Pérez, los galardones concedidos a los disfraces más vistosos y originales. Desde aquel entonces, el mexicano ya empezó a significarse brillantemente en el mundo de la noche.

Su imparable labia y sus inigualables dotes de simpatía se empezaron a filtrar en todos los sectores de la sociedad capitalina. Llegó un momento en que no había fiesta que se preciara que no contara con los servicios del que sería el más destacado relaciones públicas de la ciudad en aquellos iniciales años en que comenzaba la pujante andadura turística. En este cometido, Bucareli era único. Su sola presencia era el mejor reclamo para que la entonces denominada gente guapa abarrotara los locales que él ponía de moda. La sala de fiestas varias veces citada en su obituario, Tan Tan, llegó a ser el santuario de las noches grancanarias. Las fiestas que Pablo organizaba superaban a las de cualquiera ciudad europea o americana.

En las celebradas en aquel recinto, tanto aparecía Pelelo Osborne ataviada con cincuenta collares de perlas como único vestido, o Berta Calvo con diadema de emperatriz. También era la época en que brillaba en nuestra sociedad Antonia Rivero, la encargada de la peluquería del Hotel Santa Catalina, centro de reunión de aquella agitada juventud cuya exótica belleza solían confundir los extranjeros con las estrellas hollywoodienses más destacadas. Fue la etapa en la que también sobresalían otras bellas musas en los atardeceres grancanarios, como Rosi Dávila, Fátima del Río o Margara Bordes.

Todo este glamour que se introdujo en las noches de Las Palmas de Gran Canaria de aquellos años debe su paternidad a Pablo Bucarelli. Los tiempos y las modas han cambiado, el hechizo seductor de aquella época ha desaparecido, pero no por ello dejaremos de tributar al amigo ausente nuestro homenaje de admiración y afecto.