La Provincia - Diario de Las Palmas

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Renovación urbana Las lecciones de una experiencia histórica

Nostalgia del Guiniguada

La solución dada en 1970 al problema del tráfico sepultó el barranco y parte de la historia de la ciudad

El barranco Guiniguada y su Puente de Piedra, fotografiados por Carl Norman en 1893. FEDAC

La exposición Metrópolis Atlántica, que la Fedac clausura hoy en la Casa de Colón, ha tenido como protagonista principal el barranco Guiniguada. Preside la exposición de fotografías antiguas una reproducción a gran escala de la popular imagen panorámica que tomó el fotógrafo noruego Carl Norman en 1893. Ante ella, no pocos asistentes han mantenido estos dos meses, solos o en pequeños corrillos, reflexiones en torno a su ciudad: su pasado y su futuro.

Todo desarrollo urbano tiene sus hitos y el 5 de noviembre de 1970 ocurrió uno de ellos en la capital grancanaria: "Mañana comienza el derribo del Puente de Piedra", anunció la prensa el día anterior. Era el inicio del fin de un icono y las crónicas del momento, conscientes de ello, lo relataban así: "Numerosos vecinos contemplaron la operación de cirugía para dar paso a la incontenible y necesaria autopista de acceso al Centro". La ciudad tenía un serio problema de congestión por el creciente tráfico. La estrecha subida a Tafira era un embudo que impedía fluir el volumen de coches que cada día se desplazaban. La Avenida Marítima había nacido ya, ganando terreno al mar y poniendo punto final a un urbanismo que se había desarrollado a sus espaldas. Y había que dar continuidad a la solución de movilidad por el centro.

La ciudad, en definitiva, cambiaba a pasos acelerados tras siglos en los que su configuración originaria había perdurado desde su creación como ciudad colonial. La única operación de calado había sido la construcción del Puerto de la Luz. Y ahora, en la década de los 70, Las Palmas (a secas) daba un salto urbanístico a la modernidad.

Paso a la técnica

"La historia va a dar, una vez más, paso a la técnica", escribió el periodista (hoy cronista de Guía) Pedro González Sosa. Y se preguntó: "¿No podría al menos respetarse aquellos elementos unidos al pasado de la ciudad?". El más indiscutible era su histórico Puente de Piedra, pero los técnicos le respondieron que no: "Los que construimos no tenemos orden de respetarlo. En Madrid se estudian diversas posibilidades, pero es un problema hidráulico". Se referían así a "los gigantescos túneles" que se estaban construyendo bajo el asfalto, para canalizar el agua si corría el barranco, cuando se cubriera por la autovía. Su gran dimensión no permitió mantener siquiera el viejo puente, que había sido reconstruido sobre otro anterior financiado por el obispo Verdugo a finales del XVIII.

El veredicto de los técnicos llevó a la sociedad de entonces a asumir con resignación lo inevitable: "Las Palmas pierde una página de su historia, pero seamos realistas. Los sentimientos quédense aparte". No hubo movilización ni protesta alguna. Las razones del cambio pesaban demasiado: al "imperativo del progreso" se sumaba la suciedad y deterioro de un barranco cuya agua apenas corría ya. Las presas lo estaban transformando en "un seco cauce que en invierno tiene modernas ilusiones de río", en versos de Tomás Morales. El franquismo, por último, no sólo imponía el acriticismo social; tampoco fomentaba la reivindicación de la identidad local frente a una España homogénea y centralista.

Los ciudadanos más conscientes sí se lanzaron a la evocación del pasado que se perdía. Y es que la desaparición del Puente de Piedra primero, y el Puente de Palo o Palastro después, ponía fin a un mundo urbano que había girado entorno al barranco y sus puentes. En su cauce limpiaron las lavanderas, se celebraron luchadas, se congregaron los transeúntes a contemplar "el barranco corriendo" y los niños jugaban al fútbol o apedreaban a los animales que encontraban a su paso: conejos, gatos o los perros vagabundos cuya memoria narró Víctor Doreste en Faycán.

En los puentes todo era trajín, ir y venir de comerciantes y compradores. Los cuatro kioscos del Puente de Palo y sus adyacentes teatro, a un lado, y mercado de Vegueta al otro, fueron hasta hace nada en el tiempo histórico centro de encuentro. Pero su peculiar pescadería, floristerías, tienda de calzado y viejo bar Polo quedaron sepultados bajo la mole de hormigón, el escalextric, que unió en la desembocadura del Guiniguada la Avenida Marítima y la autovía al Centro. "Sepamos domeñar el doloroso sentir. La vida es mutable, las ciudades crecen y hay que marchar conforme con las exigencias urbanísticas", escribió el periodista Ignacio Quintana.

El mañana del hoy

"Les proponemos una mirada al pasado no para cultivar nostalgia por lo vivido, sino para entender su presente y aventurar los rumbos futuros de esta metrópolis atlántica", dice en el prólogo de la exposición Metrópolis Atlántica Gabriel Betancor, responsable de la Fedac. Pero no solo los cronistas de la muerte anunciada del Guiniguada, o los mayores vivos que recuerdan la ciudad cruzada por sus puentes, quedan atrapados por la nostalgia que transmite la estampa de Norman. Ante ella, un testigo de aquel tiempo se esmeraba en narrar las razones que llevaron a sepultar el barranco. Los adolescentes que lo acompañaban le respondieron con un lacónico: ¡Qué triste!, además de una pregunta: "¿Y no podría recuperarse?".

La lección que deja la experiencia del enterramiento del Guiniguada es que las decisiones del hoy condicionan la ciudad del mañana. Y que hay soluciones lógicas en el presente, pero cortoplacistas, que se tornan incoherentes y desafortunadas cuando se las analiza desde el futuro. Las Palmas de Gran Canaria afronta hoy retos de envergadura, que tienen que ver de nuevo con su movilidad, con su renacer turístico, con la desmilitarización de dos enclaves estratégicos o con la recuperación de su identidad.

También la necesidad de "coser" sus barrios, esta vez no sólo Vegueta y Triana, sino los que habitan la ciudad alta y la ciudad baja, sometidos desde la crisis a una creciente desigualdad. Precisa, en definitiva, de una renovación urbana y social que la mejorará o no en función de la cirugía que se le aplique. Y esta vez en democracia, es decir, donde los ciudadanos no tengan que limitarse a lamentar las decisiones que tomaron por ellos.

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