En estos primeros días de noviembre solemos recordar a nuestros difuntos y adornar con flores nichos, tumbas y panteones. De las tres palabras: Dios, amor y muerte, que, según Alejandro Casona substancian nuestra existencia, hablaremos en este artículo de la última. Nos inspiraremos en el genial dramaturgo William Shakespeare y en los poetas españoles León Felipe y Gustavo Adolfo Bécquer.

La escena primera del acto V y último de Hamlet se desarrolla en un cementerio. Esta escena es estremecedora. El príncipe danés había burlado su destierro a Inglaterra y se encontraba de nuevo cerca del castillo de los reyes y cortesanos. Con su amigo Horacio entran en el cementerio y oyen a lo lejos conversaciones y cantos. Sigilosamente se acercan al lugar donde se encontraban dos sepultureros cavando una fosa. Se escondieron entre árboles y tumbas. Los sepultureros habían debatido acerca de quién construye más sólidamente que el albañil: el calafate o el carpintero. El sepulturero principal cerró la disputa afirmando con contundencia: "El sepulturero, porque las casas que él construye duran hasta el Día del Juicio". Luego, el mismo sepulturero se puso a cantar:

"Cuando era joven y amaba, y amaba, muy dulce todo me parecía para matar el tiempo, oh, el tiempo que pasaba, aunque con él, oh, nada bueno me venía".

Hamlet le preguntó a Horacio: "¿No tendrá este hombre conciencia de su oficio, que canta mientras abre una fosa?". Le respondió su amigo: "La costumbre le ha familiarizado con la tarea". Comentó Hamlet: "Así es, justamente; la mano que menos trabaja es la que tiene el tacto más suave".

Siguió cantando el sepulturero:

"Pero la edad, con sus arteros pasos, en su red me ha cogido, hundiéndome en la tierra, cuando de tierra fabricado he sido".

A pesar de la actitud inapropiada del sepulturero, el contenido de las estrofas invitan a reflexionar sobre nuestra existencia y nuestro destino.

El momento más macabro viene a continuación. El sepulturero saca algunas calaveras de la fosa, ante la perplejidad de los ocultos testigos. Hamlet comenta con sarcasmo y pesadumbre: "Esta calavera tenía lengua y podía en otro tiempo cantar. ¡Cómo la tira contra el suelo ese bribón, como si fuera la quijada con que Caín cometió el primer asesinato!...Y la que está manoseando ahora ese bruto acaso sea la cholla de un político, de un intrigante que pretendía engañar al mismo Dios?O tal vez de un cortesano, que sabía decir: ¡Felices días, amable señor!...¿Cómo estáis, mi querido señor?...¡Vaya si lo es! Ahora está en poder del señor Gusano, descarnada la boca y aporreados los cascos por el azadón de un sepulturero. ¡He aquí una linda mudanza, si tuviéramos penetración bastante para verla! ¿Tan poco costó la formación de esos huesos, que no sirven sino para jugar a los bolos? Los míos me duelen de solo pensarlo".

Canta de nuevo el sepulturero:

"Un pico y un azadón, un azadón y una sábana; ¡oh!, y un hoyo cavado en tierra a tal huésped bien le cuadra".

Saca otra calavera y Hamlet elucubra: "He aquí otra. ¿Por qué no podría ser la calavera de un abogado? ¿Dónde están ahora sus sutilezas y distingos, sus argucias, subterfugios y artimañas? ¿Cómo sufre ahora que este grosero ganapán le dé su pala inmunda en la mollera, sin atreverse a lanzar contra él una querella por lesiones?..."

La escena del cementerio concluye con un dramatismo espeluznante y sorprendente. Entran en el lugar sagrado el rey, la reina, el cura, los cortesanos y familiares acompañando al ataúd de Ofelia, la mujer amada de Hamlet. Este ignoraba que en la fosa iba a ser sepultada su amada. Había muerto ahogada en un riachuelo, aunque se desconocía la causa. Unos, sobre todos los reyes, afirmaban que había sido un suicidio, otros que un accidente fortuito y algunos, incluso, sospechaban de un homicidio. Lo cierto es que unos días antes había sido asesinado su padre Polonio, lord Chambelán. El cura aseguraba que había sido un suicidio y, por tanto, tendría que haber sido enterrada en lugar profano. El comisario, por su parte, opinaba que la muerte había sido accidentada y ordenó que se sepultase en lugar sagrado. Antes de que el ataúd se bajase a la fosa, el sacerdote dijo con arrogancia: "Sus exequias se han celebrado con toda la amplitud que el caso permitía. Su muerte fue sospechosa y a no ser por aquella orden superior que juzga toda regla, hubiera sido depositada en tierra profana hasta la trompeta del Juicio Final, y en vez de piadosas preces, tan solo escombros, piedras y guijarros se habrían arrojada sobre ella. No obstante, se le ha concedido un rocío de flores y sus coronas virginales, el ser conducida a la última morada con servicio fúnebre y doble de campanas".

Laertes, el hermano de Ofelia le pregunta: "¿Nada más debe, pues, hacerse?". Y él respondió: "Nada más. Profanaríamos los ritos funerales si cantáramos para ella el descanso eterno, como se hace con las almas de los que mueren en el Señor". Laertes furioso exclamó: "¡Colocadla en tierra, y que de su bella e inmaculada carne broten fragantes violetas! Y a ti, cura brutal, he de decirte que mi hermana será un ángel mediador en el Cielo mientras tú estés aullando en el abismo". Al oír estas palabras, Hamlet se da cuenta con estupor que la difunta era Ofelia. La reina, esparciendo flores sobre su cadáver, dijo: "Yo esperaba que fueras la esposa de mi Hamlet; con estas flores pensaba, dulce doncella, cubrir tu lecho nupcial y no esparcirlas sobre tu sepultura".

Laertes pide a los sepultureros: "No echéis tierra todavía: esperad que la estreche una vez más entre mis brazos". Y saltó dentro de la sepultura. Entonces, Hamlet, enfurecido, sale de su escondite y salta también a la fosa, gritando: "¡Aquí está Hamlet, el danés!". Se enzarzan en una pelea Laertes y Hamlet, hasta que algunos del séquito los separan. El príncipe Hamlet levanta la voz: "¡Yo amaba a Ofelia: cuarenta mil hermanos que tuviera no podrían con todo su amor junto, sobrepujar el mío!"

El rey, la reina y sus cortesanos volvieron horrorizados al castillo por el regreso de Hamlet, presintiendo la tragedia final, que se representa en la última escena.

Los poetas españoles León Felipe y Gustavo Adolfo Bécquer escriben también sobre los cantos de los sepultureros. León Felipe (1884-1968), en su bello poema Romero Solo cita y comenta la escena de Hamlet con estas palabras: "La mano ociosa es quien tiene más fino el tacto de los dedos, decía Hamlet a Horacio, viendo cómo cavaba una fosa y cantaba al mismo tiempo un sepulturero. No sabiendo los oficios los haremos con respeto. Para enterrar a los muertos como debemos, cualquiera sirve, cualquiera?menos un sepulturero".

En la Rima 83 del romántico Bécquer (1836-1870) leemos: "La piqueta al hombro, el sepulture- ro cantando entre dientes, se perdió a lo lejos. La noche se entraba, el sol se había puesto; perdido en las sombras, yo pensé un momento: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!"

Es de justicia manifestar que los sepultureros de nuestro tiempo ejercen su oficio con respeto y dignidad.