El Planeta está lleno de un lado a otro de hecatombes de la naturaleza, pero todo parece distinto cuando se trata de una lucha entre titanes: un país en la cúspide del progreso tecnológico y económico, y un orden natural que afina al máximo su castigo con índices jamás vistos.

En las silenciosas urbes niponas los edificios sometidos al respingo de un seísmo se mueven como varas de bambú sin resquebrajarse, mientras sus disciplinados ciudadanos tienen por costumbre seguir adelante con la rutina pese al tintineo de la cristalería. Impresiona oír el ruido orquestal de tantos cuervos espantados en el centro de Tokio, y es que desde el fondo de la Tierra asoma la brutalidad más obscena de la naturaleza: un terrorífico tsunami al que nadie, ni la más alta perfección de la microelectrónica, puede hacerle frente. Un videoaficionado deja para la Historia la omnipotencia de una ola de color negro que rebasa el malecón y se adentra tierra adentro hasta hacer invisible todo lo que encuentra a su paso. De fondo, en el audio, el ronquido profundo del Infierno y los gritos de los testigos. Pasada la invasión, todo torna a visible: del manto de agua sale toda la Civilización en un vómito de trizas. Cae la noche y el Cielo azul ofrece el paisaje de la cólera con barcos instalados sobre los techos de las casas y con víctimas que deambulan entre la desolación en un intento inútil de distinguir algo de la Vida. En Miyagi, lugar del vídeo, desaparecieron 9.500 personas entre el torbellino de una ola que los habrá depositado, entre la respiración y el fallo, destrozados o maniatados, en el cementerio de la acumulación: el lugar donde la Fuerza quiso parar, como en la obstrucción de una tubería. ¿Para qué ha servido que las grandes torres acristaladas, nichos domésticos o fortalezas del espíritu laboral nipón, balanceen igual que cinturas cimbreantes en una pasarela de moda? La hecatombe es así.

En Nagasaki e Hiroshima, en 1945, dos explosiones atómicas mostraron a la Humanidad el hongo de la muerte, el reventón radioactivo que dejó secuelas en una generación de japoneses y cuya mortandad -en la sombra por el triunfalismo bélico de los aliados- contribuyó aún más a la introspección de un pueblo de resistentes, a veces solo descifrable para los occidentales desde su gastronomía o desde la obra de autores literarios como Mishima o Murakami. Una extranjera que trata de salir de Tokio expone la psicosis nuclear en Japón tras el seísmo y el tsunami: "Es insoportable escuchar a las televisiones hablar todo el tiempo de los efectos de la explosión en el reactor de Fukushima", asegura la turista francesa. El destino, con tantas y tantas vitalidades exterminadas, eleva todavía más su instinto caprichoso. Insatisfecho con la sacudida, pergeña un segundo plan: el recalentamiento de los reactores nucleares con el riesgo de que se desate la radioactividad. El mundo no sabe a dónde dirigir su mirada telespectadora: a la humeante Fukushima que amenaza con colapsar a la energía mortal (aunque más limpia, dicen ahora), o a las ingentes cantidades de restos que advierten sobre la dificultad de encontrar el pálpito de cualquier persona.

En la ficción, Marie Lelay (Cécile de France) logra salir a la superficie tras la ola del tsunami de Indonesia. Es la protagonista de Más allá de la vida, la última película de Clint Eastwood. La experiencia de estar en la antesala de la muerte cambió su vida radicalmente, hasta el punto de que a partir de ahí centró todos sus esfuerzos en saber qué ocurría en el momento en que el desenlace tocaba a la puerta. Ni en Japón ni en las biografías nada resulta infinito.