La víspera electoral vuelve a convertir la educación en material inflamable, en taller de prueba para inventivas o para sacar a la luz recetas aplicadas ya en países que obtienen mejores resultados que España en la evaluación Pisa. Una de las propuestas más arriesgadas la acaba de lanzar la comunidad de Madrid, consistente en segregar a los mejores alumnos (un ocho de nota medida mínima en la ESO) del resto. El resultado son uno o varios institutos de élite con unos alumnos que serían la vanguardia del sistema, que darían una imagen de éxito en las competiciones evaluadoras. El resto, claro está, seguiría en su régimen habitual, aunque también es verdad que a expensas de que los gestores educativos se vuelquen más en los excelentes que, a fin de cuentas, son los que más rédito dan. Estados como Alemania o Francia, que aplican la delicada división académica, están por encima de España en cuestiones como la comprensión lectora, pero el mismo informe Pisa advierte que se da un impacto importante del estatus socioeconómico y cultural en los resultados educativos. Esto quiere decir que la educación es elitista, es decir, que la mejora está en la punta de la pirámide, mientras que el nivel más ancho no llega a conseguir las herramientas suficientes para llegar a lo más alto, al ámbito de los excelentes.

Una modificación de tal envergadura en la estructura educativa de una autonomía nos lleva, cómo no, a la conclusión de que el Gobierno central nunca se tenía que haber desembarazado de las competencias educativas. Medidas de estas características nos llevan a pensar que decisiones como dar en inglés las clases de Ciudadanía (un poder que se arrogó Camps) eran un preaviso de la dispersión que se nos puede venir encima: un mapa nacional cuya variedad cromática refleja un desarrollo educativo según el color político de la autonomía. Ni que decir que la iniciativa del PP abre, una vez más, la reflexión sobre la falta de responsabilidad de los gestores políticos para alcanzar un acuerdo sobre la necesidad de que el statu quo normativo de la educación se convierta en un armazón respetado, y no sometido al albur de las legislaturas, los mandatos o, como en el caso que nos ocupa, a trayectorias muy personalistas de gobiernos autónomos. En el expediente madrileño, tiempo habrá de cotejar las consecuencias, pero por lo pronto ya el mismo informe Pisa recomienda que "los objetivos de mejorar los resultados más altos y luchar para reducir los más bajos no deben ser excluyentes".

Determinar quiénes son los excelentes y los mediocres a partir de los resultados académicos encierra, por supuesto, un riesgo más que alto de errar. Puede ser que obtener una vanguardia sea beneficioso o espectacular para la imagen nacional, pero todos sabemos que son bastantes las ocasiones en que entre dichos resultados y la materialización de una vida profesional no suele darse el engarce deseado. La autoestima, el liderazgo, la capacidad decisoria, la inteligencia emocional, el equilibrio emotivo, la disciplina... Son rasgos que no se consiguen en un instituto de excelentes, cuya misión, a veces desgraciada para ellos mismos, es estar a la altura de un sistema que ha puesto en sus conocimientos todas las esperanzas para alcanzar la cima. Los grandes ranking para obtener una radiografía educativa (de los países que ofrezcan datos) no deben convertirse en una obsesión, o en la espoleta para importar sistemas coreanos, japonés, finlandeses, alemanes, franceses o americanos sin tener en cuenta las condiciones objetivas de cada sociedad. La carrera por fabricar cerebros nos puede llevar a situaciones más que delirantes.