La última moda es vivir mucho. Cualquier persona que no alcanza los 125 años se considera frustrada en su aspiración de plenitud existencial, con independencia del relleno de esos años. De nada sirve esgrimir las peripecias geniales de Janis Joplin, Jimi Hendrix o Jim Morrison, fallecidos a la edad de 27. La dilatación de la esperanza de vida no ha propiciado existencias mejor aprovechadas, sino un perezoso ensanchamiento de los plazos. Los privilegiados occidentales vegetan en la juventud, se arrepienten a los cincuenta -antes era a los treinta-, y empiezan a preocuparse por el deporte y el cuidado físico una vez cumplidos los sesenta. Hasta entonces, teclean en las redes sociales con los dedos grasientos de pizza.

Si piensa quedarse en el planeta un tiempo, oirá hablar de amortalidad, el patrón de conducta que consiste en vivir al margen de la edad. El amortal desprecia el envejecimiento ineluctable, aspira a llegar a la tumba en plena forma. Para lograrlo, convierte su vida en un purgatorio hiperactivo, sin que esté claro el descuento ulterior de la pena pagada preventivamente. Por supuesto, la edad hay que trabajársela, y quitarse un año requiere más esfuerzo que perder un kilo. A resultas de la rebeldía contra la balanza y el calendario, ya sólo engordan los pobres y sólo los jóvenes desean parecer viejos.

Los practicantes de la amortalidad no cometen el error de morirse, pero tampoco de mezclarse promiscuamente con la juventud. Han dicho adiós al mito del abuelo niñera, para recuperar la independencia y porque sus nietos no aguantarían el ritmo que se han impuesto. Energéticos, miden sus progresos en un delirio contable. Los críticos de la pujante doctrina insisten en que han obrado el prodigio de vivir mucho sin que valga la pena, además de denunciar que no habrá conejitas de Playboy suficientes para todos los octogenarios que emulan a Hugh Hefner. Hay que descansar mucho en la juventud para aguantar la sobredosis de actividad que aguarda a los amortales de la tercera edad.