Pongamos de entrada un ejemplo disparatado, pero que refleja fielmente lo que está ocurriendo con algunas compañías de móviles. Unos grandes almacenes o una marca de postín electrodoméstico deciden afrontar con imaginación los costes de la crisis y se les ocurre una idea para hacer caja: le envían a usted, a su casa, una nevera modernísima, o un horno pirolítico, sin que nadie lo haya encargado. Cuando el porteador llega al domicilio el destinatario, muy sensatamente, rechaza los bultos pese a que se le hayan enviado con la sana intención de mejorar el medio ambiente y la decoración de la cocina. Pero entonces le explican que por el artículo 33 ya le han cobrado directamente en su banco, y que lo que tiene que hacer es llamar a un número de teléfono y pedir que le den de baja para este nuevo servicio en el futuro, pero que a lo hecho, pecho. Pues esto, que parece inverosímil y sin duda producto de la picaresca, sucede en la realidad en el mundo de las empresas de telecomunicación y conexas, mientras el Ministerio de Industria, el Defensor del Pueblo, la Fiscalía... parece que están en Belén con los pastores; pero aunque la culpa de la martingala sea de las co-nexas los beneficios se distribuyen entre ambas, con el agravante de que la operadora es la que opera, como su propio nombre indica.

Y como la gente no es tonta, termina por reaccionar, y la reacción es como un desplazamiento de placas tectónicas, que si al principio no se nota luego provoca un seísmo y luego un tsunami. Las franquicias que actúan de sucursales de las centrales de móviles, los teléfonos de información y reclamaciones, y las oficinas de Consumo se han visto desbordadas por las protestas de los usuarios, sorprendidos en su buena fe: nadie sabe cómo, tienen que pagar 100, 200 y más euros por un presunto servicio extra del que no tienen consciencia ni noción de su existencia. Resulta, según ha podido irse sabiendo y corre por Internet, que hay empresas consentidas por las telefónicas -que se benefician de los beneficios del parasitismo- que confunden o engañan a los consumidores de la manera más desvergonzada. Envían un mensaje, y si uno lo abre, ya queda atrapado; es una especie de consentimiento tramposo que da vía libre al asalto discrecional: cada mensaje que uno recibe a partir de ahí le cuesta un euro, mensajes estúpidos, irrelevantes, que son sencillamente una tomadura de pelo. Encima de cornudos, apaleados, como dice el refrán. Pero el uso de la artimaña está muy extendido: hay contestadores y mensajerías que solapan a los gratuitos pero que son de pago y que se activan sin previo consentimiento; cuando se ven los cargos en los extractos bancarios hay que hacer dos cosas: tomarse una tila y exigir la baja (¡sin haber pedido nunca el alta!).

Al parecer hay cinco millones de españoles que han caído en esta gigantesca trampa, que lo es, diccionario en mano. El argumento de que el negocio es legal porque no está prohibido es una estupidez. La Constitución, la ONU y la OTAN tampoco prohíben expresamente el trile, el tocomocho o el timo de la estampita. La Constitución no dice nada al respecto. Pero son ilegales si cumplen una condición: el abuso de la buena fe. Resulta que está prohibida la publicidad engañosa, ¿y no lo está un sistema que se basa en el engaño y la sorpresa y el abuso de posición dominante de quien confía en que la madeja esté suficientemente liada como para salir impune?

Miles de ciudadanos cabreados reclaman que no se les tome el pelo, al menos impunemente. El día en que se tengan que devolver los beneficios obtenidos con añagazas y los engreídos ejecutivos pierdan sus bonus salidos de la confusión premeditada se acabará el cuento y el capitalismo del relajo. Y el Estado estará protegiendo a los consumidores de una forma proporcionada y efectiva.