Conforme avanza la crisis del euro (los destrozos causados por la prima de riesgo ya no se limitan solo a los periféricos, sino que han llegado al corazón de la eurozona, con aumentos del diferencial entre el bund alemán y sus equivalentes belga, austriaco y francés), las presiones para lograr una solución definitiva convergen en una persona: la canciller alemana, Angela Merkel.

Desde los países amenazados de intervención crecen las voces pidiendo que el Banco Central Europeo haga el papel de su homólogo estadounidense (la Reserva Federal) y se convierta en prestamista de último recurso. Es decir, que compre masivamente deuda que ya no quiere nadie, aun a costa de deteriorar el balance de la entidad con bonos basura (hasta ahora, se han hecho compras por valor de 200.000 millones de euros) y pese al riesgo derivado de inflación, como replican las tesis alemanas.

La novedad de los últimos días es que, a las tradicionales peticiones de las cigarras del sur para que la egoísta Merkel olvide sus temores hiperinflacionistas y le dé a la máquina de imprimir billetes, se ha sumado la Francia de Nicolas Sarkozy (que pretendía crear un euro fuerte con los países centrales, pero que ve cómo "los mercados" la sitúan cada vez más cerca de los PIGS, ante su alto endeudamiento público y su incapacidad para hacer ajustes fiscales en profundidad... más grandes que los requeridos para Italia).

Gran parte de los analistas concluye que en Berlín acabarán cediendo. Pero, de producirse, no saldrá gratis: mayor integración fiscal y presupuestaria de los países... bajo criterios de austeridad alemana (que se lo pregunten a Monti y Papademos).

Los que no estén dispuestos a ello (de una manera creíble para "los mercados") serán invitados a la puerta de salida de la moneda única.