Lo más patético de esta crisis es que hay una serie de gente que se muere de risa. Se mueren de risa mientras muchos empiezan a iniciar el camino de la indigencia. Se muere de risa, por ejemplo, el ministro Montoro. Cierto que el físico y el timbre de su voz puede ser que le impidan mostrarse en público de otra manera, enseñarse como si cada cosa que dice tuviera una aviesa intención de tomarnos el pelo. Cierto, pero hay algo más: disfruta, no sabemos la razón, puteando a los consejeros de economía y hacienda de las comunidades autónomas, incluso a los de su propio partido. Se muere de risa Feijoo, el presidente de la Xunta de Galicia, con su ocurrencia de cargarse a la mitad de los diputados de la cámara gallega, para ahorrar gastos, dice, y para concentrar escaños en las circunscripciones en las que sabe que el PP arrasa. Se muere de risa la señora Cospedal, secretaria general de su partido, de sí misma y presidenta de Castilla-La Mancha, que, por similar agenda oculta que su homólogo gallego, va a aumentar el número de diputados en las cortes castellano-manchegas. Se mueren de risa los especuladores que manejan esos mercados anónimos pero que tienen nombre y apellidos. Se mueren de risa porque se están forrando meneando a su antojo las calificaciones, las primas de riesgo y las bolsas. Se muere de risa Ana Botella, alcaldesa de Madrid, contándonos como gran hallazgo que, si su ciudad organiza las olimpiadas, ya no sé de qué año, el baloncesto se jugará en la plaza de toros de las Ventas: probablemente la zona de matadero y despiece será el lugar ideal para ubicar la sala de prensa.

Se muere de risa Mariano Rajoy, cada vez que convoca a un líder socialista en La Moncloa para no decirle nada o decirle lo que no sabe. Se mueren de risa las autoridades de la Unión Europea en Bruselas, porque cada interlocutor del Gobierno de España con el que hablan les da una cifra distinta acerca del déficit de las comunidades autónomas. A ver cómo se les queda a todos la cara con la vuelta al cole.