El Léxico de Gran Canaria define los "Finados" como el día de difuntos y por extensión al conjunto de golosinas que se repartían el primero de Noviembre, día en que la Iglesia celebra la festividad de Todos los Santos. Ajenos al actual "Halloween" anglosajón tan alejado de la idiosincrasia isleña e hispana (se trata de una tradición festiva que recorre todo el arco centro y sudamericano) no son pocos los que, todavía hoy, recuerdan cómo a la mañana, del día señalado, se oía misa y en la tarde otoñal se juntaban la familia, amigos y vecinos a festejar el evento con una comilona en la que no faltaban las castañas y piñas asadas, los roscos de matalahúva, chocolatada y galletas regadas con copas de vino dulce y anís. Para algunos que abandonaban el calzón corto y los trajecitos hechos de retazos de tela ribeteadas de piquillos, significaba la primera tarde de "pelar la pava" y tener un sueño de alboroto porque no se podían quitar de la sesera al muchacho o muchacha con quien rieron juntos en los primeros arrebatos de Cupido. Hubo un tiempo en que tampoco se iba a la escuela el dos de noviembre porque era el día en que propiamente se rendía culto a los difuntos. También se asistía a misa matinal y, como el día antes, la gente acudía a los cementerios a limpiar el polvo las blancas lápidas o desbrozar la tierra de las tumbas de sus seres queridos, donde se colocaban flores frescas y se prendía una pavesa sobre un colmado de aceite y agua en un vaso de cristal. Se esperaba al cura que, revestido con sobrepelliz, bonete y estola, pasaba a cantar un responso. Eso sí, el óbolo alcanzaba a lo estipulado (hubo un tiempo que más de un duro) de forma que la última rociada del hisopo con agua bendita, coincidiera con el salmodiado cantado del "requien can tin pace" (que así sonaba). Si no, los doloridos tenían que conformarse con escuchar cómo el cura, después del rezo de unos tan apurados como ininteligibles latinajos, abandonaba el humilde enterramiento y acudía, raudo, a algún mausoleo o pulida losa de familia rica o de alcurnia. Que también en asuntos de muerte siempre ha habido clases. Desde los primitivos ritos paganos donde la parca no venía para todos de la misma forma y la barca de Caronte no se enjaezaba de igual manera para cortesanos de palacio, patricios, plebeyos o el vulgo. Descontamos a los esclavos para los que no había morada en el más allá y nunca fueron tenidos en cuenta ni por los hombres ni por los dioses. La Iglesia retomó el culto a los muertos y, desde los tiempos de las catacumbas, inmortalizó el alma de los creyentes mediante ritos de compañía de los cuerpos sin vida a su última morada. El costumbrismo y la antropología social y cultural canaria nos muestran múltiples ejemplos de la manera en que la gente isleña se ha relacionado con la muerte y los ritos de difuntos. Hoy se vela a los difuntos en asépticos y, a veces fríos tanatorios, donde los trasladan después de untarlos con toda clase de formoles, de forma que los familiares sean halagados por los amigos cuando estos, al descubrir el sudario, exclamen: "ha quedado tal como era", "lo veo mejor de aspecto que cuando estaba encamado en el hospital". Por el contrario, antes se velaba al finado en su casa de toda la vida. Porque eran muchos los que afirmaban aquello de "de aquí me sacan con las patas por delante". En la casa del finado, lugar del duelo, se juntaba la parentela y vecindad "para acompañar" y el pésame a los doloridos. Para "matar el jilorio" o ahuyentar los nervios de la barriga eran agasajados con café, aguas guisadas y otras viandas. Al finado se le colocaba encima de un pequeño catafalco hecho de tablas, envuelto en sábanas adornadas de flores y rociadas de agua de "Florida" o "Colonia". Lo amortajaba alguno o alguna bienamañada cuyo último acto era colocarle una tira entre cráneo y quijada para que "no se le movieran los quejos". Despedida de las mujeres al difunto con suspiros y llanto quedo. Entre medias algún chillido estentóreo de una dolorida que alguien intentaba apagar con una taza de pasote, manzanilla, tilo o toronjil. Los mismos familiares o vecinos se encargaban de echarlo en la caja para llevarlo a enterrar. Y aquí también había clases. Nunca fueron iguales las cajas en las que eran depositados los difuntos para dormir el sueño eterno. Entre otras razones, porque la propia Iglesia Preconciliar se encargó de marcar diferencias. La liturgia era diferente según fuera la clase social o el poder adquisitivo del finado. O lo que es lo mismo: el precio que estipulaba la parroquia por las ceremonias de entierro funeral y misas de difunto. El pueblo feligrés aceptaba lo dispuesto con la resignación del que sabía que estaba dando el debido cumplimento al último mandamiento de la Santa Iglesia Católica: pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios. Dichas ceremonias de difuntos se dividían en tres clases de entierro y otros tantos funerales posteriores al óbito: capa pluvial, negra, ramoneada en color oro si el entierro era de primera clase, con sacristán y monaguillos vestidos con ropas impolutas y almidonadas. Encabezaba, el cura, el cortejo fúnebre, ahumado de sahumerio a discreción, en un incensario nuevo portado por el sacristán. Caminaba con el porte y la lentitud propios de quien acompaña a un alto dignatario, sin que las campanas dejaran de doblar durante todo el trayecto. Se detenía a trechos para entonar los latinajos incomprensibles de los responsorios. Su canto sonoro apenas apagaba el rumor de abejorros de los hombres que seguían al séquito enfrascados en sus conversaciones. Despedía al difunto cantándole el último responso al pie del nicho o la tumba con losa de mármol y les daba el pésame a los familiares con el rostro compungido. En los entierros llamados de Segunda Clase, el vate vestía una modesta capa pluvial con algún ribete de color sepia. Acompañaba al difunto hasta mitad del camino del cementerio en donde se despedía del finado con un último responso y, mientras las campanas tañían el último doble, acompañaba en el sentimiento a los familiares con un pésame colectivo. Al muerto le esperaba una fosa de tierra y una tumba sobre la que los familiares colocaban un par de coronas y una cruz de madera en la que se escribía las iniciales de su nombre y apellidos. Por el contrario, si el difunto pasó la mayor parte de su vida sin tener "donde caerse muerto", dejó fama de muy mal cristiano, se quitó la vida, era una mujer de mal vivir, un velillo, o dejó la herencia mal repartida, se le hacía un entierro de tercera, en la que la que el cura vestía una estola deshilachada sobre una sobrepelliz mugrienta y una capa raída manchada de esperma. Se hacía acompañar de un solo monaguillo, también vestido con ropa de deshecho, que llevaba un cacho de vela mal espichada en un cirio de latón abollado. Despedía al muerto con un responso rezado en la cancela de la puerta de la iglesia al son de un solo campanazo mientras los doloridos, con el dolor y la dignidad de pobres o quien perdona a una vida de desatino acompañaban al finado al cementerio. A los que dormían el sueño eterno en el seno de la madre tierra, al mismo tiempo que el sepulturero los enterraba a paladas, los doloridos echaban puñados de tierra que resonaban como un viento lúgubre sobre los últimos flecos de tela de una caja teñida de negro. Las otras señas que dejaba la muerte las representaba el luto social. De negro cerrado tenían que vestir hasta los niños y niñas hijos del difunto. Por las carencias de recursos y la inexistencia de los grandes almacenes la ropa de color se teñía, en grandes vasijos con agua caliente y polvos de tinte negro. Tres años vestían de negro cerrado las doloridas hijas e hijos del difunto. Lo mismo que los hermanos que, de la noche a la mañana, aparecían con corbata y cinta negra en la manga de la chaqueta. Viudas y viudos estaban condenados a llevar luto de por vida. Y si era ella la que se adelantaba, en el tiempo, a llevar alguna prenda de color era señalada como una viuda alegre o "¡qué pronto empieza a consolarse!" Las cartas se mandaban en sobres con ribetes negros, las radios permanecían mudas y, por un tiempo indeterminado, se prohibía que los niños escucharan música. Si acaso los partidos de fútbol para lo que tenían que pegar las orejas al aparato o transistor. Por la misma razón, si había algún instrumento musical se guardaba en un lugar oculto a los ojos de las visitas y así permanecía, con las cuerdas afónicas, hasta el punto que hubo instrumentos que permanecieron años en el olvido. Cuando algún tocador, autorizado por la familia, fue a airear sus notas dormidas se encontró con las cuerdas coladas de herrumbre y la madera hecha cachos.

En una guía del cementerio de la Recoleta de Buenos Aires, donde reposan, entre otros próceres, el cuerpo de la inefable Evita Perón, se puede leer: "Ángeles custodian sus sueños truncados, reposan espadas que tanto han luchado, laureles convocan las glorias logradas, palmas de martirio, lágrimas amargas". Las estrofas parecen representar un aspecto de la grandeza del alma argentina referidas a la muerte. Mayor dramatismo representa la estrofa que hoy puede leerse en el frontispicio de entrada del viejo cementerio de Las Palmas: "Templo de la verdad es el que miras, no desprecies la voz con que te advierte que todo es ilusión menos la muerte". Evocación un tanto patética de una forma de ver la muerte. Aviso y advertencia de que recrearse en los pocos o muchos placeres que depara la vida es un espejismo, volutas de placeres efímeros que, más bien pronto que tarde, terminan debajo de una fría losa o un puñado de tierra. Pero lo que mejor representa el carácter resignado y un tanto fatalista del ser isleño queda reflejado en la expresión, en este caso, capitalina de la isla de Gran Canaria cuando se mentaba a un familiar, amigo o vecino difunto: "Se fue pa las plataneras", en referencia al viejo cementerio de Las Palmas, cuya ubicación actual se corresponde con el antiguo barrio de Las Tenerías en medio de cercados de plantaciones plataneras. Hay otra expresión canaria y socarrona, argentinismo proveniente de gente isleña mezclada con porteña de Buenos Aires. Se suele utilizar para referirse a un asunto o empresa que se fue al garete y también para los que abandonan este mundo y se van "para el otro barrio": "Fulano o fulana se fue pa Las Chacaritas". Se refiere al otro gran cementerio de la capital bonaerense, lugar de reposo eterno de militares levantiscos, cantantes de la farándula, entre ellos el tanguista Carlos Gardel, que quiso que lo enterraran entre el pueblo llano para que fueran a ponerle flores la gente de los bajos fondos porteños, clientes de cantinas y boliches transitados por gente del arrabal.