La clase es un regalo de los dioses que no aspira a premios ni a condecoraciones ostentosas, y cuando digo esto no me refiero a la imagen exterior de una persona ni a su dinero, porque ya sabemos que el dinero no cambia a nadie, sólo lo descubre. La clase es un ir más allá de estas naderías, que muchos creen que se adquiere rodeándose de lujos, y tampoco te la da la excesiva sencillez. Con el correr del tiempo y muchas veces sola con mis pensamientos, que nunca son mala compañía, observo que hoy en día son pocas las personas que tienen un saber estar, gente de aspecto amistoso, de actitudes prudentes, de silencios discretos, medidora de sus propias palabras, de cordialidad educada, de suave carácter como un almohadón de plumas, entendedora de otras opiniones distintas a la suya, porque hallarla a estos seres humanos se ha hecho más complicado que caminar por una calle llena de baches, aunque buscando con lupa, haberlas, haylas. Y me da pena ver cómo hay tantísima gente no sólo que no tiene ningún interés por aumentar sus niveles de cortesía sino, antes al contrario, les resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos de la ordinariez y la vulgaridad: un desatino de la razón que se opone a lo correcto.

Entiendo que los impulsos no son buenos ni malos, y que sencillamente, forman parte de nuestra naturaleza humana, pero controlarlos es llevarlos al redil de la serenidad, que siempre es un bien para el alma y para quienes nos rodean. Hace unos días, estando servidora en una mercería a la que soy adicta, entró una señora mayor elegantemente ataviada que, distraída, pidió a la empleada el muestrario de botones de fiesta sin esperar a su turno.

A su lado, otra señora tan elegante como la primera y que estaba antes, saltó hacia ella mostrándole hostilidad desde el primer momento con indirectas que picaban como el sol del mediodía, y con tan desafortunados comentarios por colarse que hasta yo misma tuve miedo de que enviara un comando de ataque.

Su tono amenazador me pareció tan temible como los tambores de Fumachú, pero la primera dama, olfateando aquella soberbia y no estando en su ánima ningún deseo de lucha dialéctica o encendida discusión, la observó sin irritación, y con la frase apropiada y ese poder invisible que es el control, le espetó suavemente, "¿ha terminado usted de insultar? ¿No le era más fácil decirme que me adelanté a su turno? Discúlpeme usted, no fue mi intención". El silencio reinó inmediatamente en la boca de la ofensora quien, observada por las clientes presentes y sin otra alternativa que callar ante tan evidente elegancia, dio media vuelta escapando de allí, como perro con bencina, con su falta de clase y ningún signo de arrepentimiento. Y es que si no tienes clase, no la tienes. Elemental, querido Watson.