En el debate sobre el estado de Canarias -no se debate sobre la nacionalidad, sino sobre la situación de un país- Paulino Rivero decidió regalarse algo: su discurso. Un discurso solitario de serena exaltación a su evidente estatura como estadista. En realidad el presidente del Gobierno autónomo lleva ya tiempo regalándose todas sus intervenciones públicas ante pequeños y grandes auditorios. Allá por donde va se regala a sí mismo por dos razones básicas: no le queda otra cosa ni le queda nadie capaz de regalarle nada. Rivero se regala su asombroso relato (en Canarias, y pese a los recortes presupuestarios impuestos por el PP, su Gobierno ha mantenido el Estado de Bienestar y salvaguardado la cohesión social y territorial en el Archipiélago) y se lo acepta a sí mismo con una sonrisa de humildad y satisfacción por el trabajo bien hecho. La realidad -un desempleo superior al 30%, unos servicios sanitarios al borde del colapso, un crecimiento desbordante de la pobreza, la catástrofe de las políticas asistenciales, la parálisis de cualquier reforma político-administrativa, el fracaso de la reforma estatutaria, la sangrante situación de los dependientes, la mediocre renovación del REF, la desertización de la política cultural- no puede manchar este regalo, este legado. Sospecho que los últimos lustros nos han endurecido las legañas porque, de no ser así, nos quedaríamos estupefactos por el espectáculo patético de una huida tan deleznable de la realidad, atravesado de estomagantes ráfagas de suficiencia altanera y hasta de chulería, por quien ha atravesado la peor crisis desde la posguerra saltando de titular victorioso en titular victimista. Porque el Paulinato ha significado también un mezquino empobrecimiento del discurso político y del debate democrático, un desprecio reiterado al diálogo más allá de lo protocolario, un experimento de autoritarismo presidencial inédito en esta Comunidad, una concepción mendaz y garbancera de la responsabilidad política y de las relaciones con la sociedad civil.

Al término del debate Rivero afirmó que no descartaba volver al colegio para dar clases como maestro en El Sauzal. Es su penúltimo regalo, la penúltima pincelada del autorretrato de un hombre modesto, sencillo, sin ambiciones. Lo cierto es que Rivero acumula como funcionario (casi toda su vida en excedencia por servicios especiales) treinta y cinco años de antigüedad y puede jubilarse si así lo desea mañana mismo, con el máximo nivel retributivo consolidado, es decir, unos 2.500 euros líquidos mensuales. Cabe desear que lo haga así: los niños son inocentes. Ni siquiera le votaron.