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Javier Durán

Desviaciones

Javier Durán

Cisma 'vargallosiano'

El túnel del viento que da poder a lo que él mismo ha llamado espectacularización de la cultura parece tener una nueva presa: Mario Varga Llosa ya no es noticia por un nuevo libro o por su defensa de los sistemas políticos en libertad, sino por su idilio con Isabel Preysler, con influencia más que suficiente para arrastrarlo como pareja hasta un evento publicitario en Nueva York de una firma de cerámicas y convertirlo en cómplice de la vorágine de las celebridades que viven por encima del resto de los mortales. En algún momento he llegado a pensar si el Nobel y su circunstancia personal más reciente no son más que una prolongación del protagonista de su novela Travesuras de una niña mala, envuelto en un amor que acaba por convertirlo en un individuo carente de fuerza de voluntad y víctima de los caprichos de la mujer que le obsesiona. Sea así o no, lo cierto es que el escritor está en boca de los programas televisivos dedicados al hígado del cotilleo y en las portadas de las revistas del entretenimiento más vacuo.

¿Decepcionante? Para un lector de su indiscutible obra aparece una nueva tarea. Ya no sólo hay que defender al peruano frente a los ataques de los que descalifican su vocación liberal, sin paños calientes, sino que ahora también es necesario enajenarlo del perfil de esta mujer inversamente proporcional, tan llena de aristas, a los valores que trata de expandir alrededor del mundo Vargas Llosa contra dictaduras, recortes de la libertad, guerras interminables... Nada le es ajeno. El consuelo para el atribulado seguidor de Pantaleón y sus visitadoras no es otro que creer que tal acción amatoria tendrá su contrapeso espiritual en el alimento de un libro donde el admirado nos contará, sin duda alguna, las cuitas de este nuevo episodio, igual que lo hizo con la tía Julia, con su frustración al perder las elecciones en Perú o con la marca cruel que dejó el autoritarismo de su padre sobre su biografía. Es lo que nos queda esperar frente a los que vaticinan que Vargas Llosa ha perdido puntos.

El chiste más artero que he oído estos días es que Ruiz Mateos asciende a los cielos poseído de la satisfacción del que sabe que una vez allí podrá contarle a Miguel Boyer qué ocurre en la tierra, cómo se las gasta su viuda y de qué madera está hecho su mejor amigo, es decir, una venganza de lo más placentera. La dama, mientras tanto, acojona por su capacidad para absorber piezas de alto postín y, cómo no, para cosificarlas y recrearlas a la manera de meros acompañantes, de la misma forma que un buen bidé junto a una excelente bañera. Hazañas, por otra parte, que se unen a la sensación de irrealidad que expande el físico de la susodicha, unas veces por ser la representación de lo ilimitado de la vida y otras por creer en los poderes de una alquimia que hace de los tejidos y cartílagos seres vivientes de frescor inmarchitable. Y Vargas Llosa tras ella.

Imposible concentrarse: de hecho, mi última conversación vargallosiana no fue sobre su excelente artículo sobre Barenboim. Todo lo contrario, fuimos a parar a la misma dinámica de cotilleo que embarga al egregio. Y la conversación giró en torno a su capacidad de resistencia frente a los embates de este amor cenital, y al respecto uno los escépticos recordó las consecuencias que la mantis religiosa tuvo para la carrera política de Miguel Boyer, cuyo porvenir se redujo a la presencia en consejos de administración y poco más. Y no fue lo único: la influencia de la señora alcanzó de lleno a la estructura del PSOE, que tuvo que ingeniárselas para deshacer el entuerto de una supuesta beautiful people que amenazaba las relaciones con la UGT. Claro que hubo quien defendió y justificó al economista, pero también quien lo sacrificó. Más o menos como con Vargas Llosa.

A todos los que hemos leído Conversación en La Catedral, por citar uno de sus libros, nos embarga una gran tristeza al ver al Premio Nobel entre los tiras y aflojas de la frivolidad, siendo carne de cañón del revolcadero de cuatro indocumentados que desconocen lo que Carlos Barral cuenta en sus memorias: verano en Calafell, todos los futuros del boom latinoamericano de borrachera, vacaciones plenas, y el peruano encerrado, trabajando duro, creando su obra literaria, incapaz de levantar la cabeza de la máquina de escribir. Entonces, ¿quiénes son ellos para juzgarlo? E incluso, ¿quién soy yo para hacerlo? Sólo hago una apuesta: enriquecerá su literatura, de ello estoy seguro.

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