Tenían unos 45 años cuando asumieron que la maternidad a casa no llegaría por cauces naturales. Por entonces la reproducción asistida no existía, de manera que las salidas eran pocas. No tenían hijos y ella no acababa de superar el feo de no ser madre. El hombre era un empresario grandote y exitoso del que siempre recordaré el reloj de oro que lucía como una pulsera y sus camisas blancas, impolutas, remangadas hasta los codos. Le recuerdo enamorado de su mujer, a la que quiso hacer feliz a cualquier precio. Eran amigos de mis padres. Iban mucho a casa, donde los recibía una tribu de siete chiquillos que no la echaron abajo porque los cimientos eran fuertes. Cuando los matrimonios salían de cena remataban la noche viendo algún espectáculo en aquellas noches divertidas de la ciudad. Nosotros sabíamos que al día siguiente nos desayunaríamos escuchando el relato de mi madre contando dónde habían ido, qué habían visto, lo que bailaron y lo que rieron. Mis padres fueron felices. Tenían un gran sentido del humor, lo que les ayudó a solventar dificultades. Nosotros los queríamos tanto que no gritábamos mucho cuando papá se encerraba a escribir las crónicas. En ese desayuno informativo de mi madre casi siempre salía a relucir la tristeza de la amiga por no haber tenido descendencia. Un día alguien les dijo que lo que hoy se llama adopción y antes se llamaba niños robados podía ser una solución. De manera que al poco tiempo llegaron a casa con una niña de 9 años. Intuíamos que venía para quedarse. La recibimos con curiosidad. Era gordita, morena, de complexión fuerte. Hablaba poco y jugaba menos. Sus nuevos padres la colmaban de regalos y nosotros nos aprovechábamos, claro. No parecía feliz. Con el tiempo escuchamos que tenía mal carácter y que entraba y salía de casa cuando le daba la gana. Nadie podía con ella. En algún alboroto agredió al matrimonio. Una vez tardó tres días en regresar al hogar y cuando lo hizo vino con una amiga y se atrincheraron en el cuarto. Dueña y señora. Fue el primer caso de maltrato a unos padres que conocí. Mi madre lo contaba llorosa y a nosotros, unos chiquillajes, nos daba rabia. Debía tener 23 años cuando, hartos de desprecios, se llenaron de valor, la denunciaron y echaron el cerrojo. Lloraron lágrimas de sangre; la vida se les quedó hueca. Los padres han muerto y hoy ella vive por ahí. En la calle.