La Provincia - Diario de Las Palmas

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Zigurat

Ensayo

Perseguidos por querer vivir como su credo les seducía, abandonaron la Europa gobernada por católicos y cristianos protestantes; dividida en reinos de confesión que asfixiaban a los que intentaban un proyecto existencial integral. De aquellos primeros peregrinos, que fueron subiendo por la costa este de lo que se llamaría EE UU, fundando colonias donde, como ahora en otros muchos lugares, se regían por los pasajes bíblicos que más convenían.

No se mixturaron con los nativos, con los indios; aunque mantuvieron contacto y en alguna ocasión estos les ayudaron a entender la climatología y la geografía de la nueva Jerusalén. De una de estas colaboraciones nació el día de acción de gracias.

No pasó mucho tiempo hasta que el crisol de culturas europeas volvió su proa hacia América del Norte. Entonces desde el sur y el norte empezaron a construir su efectiva pinza, dejando que los pueblos nativos conformaran confederaciones de tribus para intentar parar al blanco que ocupaba sus tierras, ríos, montes o valles. De estas bandas organizadas nació el imperio Comanche, que tuvo en jaque a españoles, holandeses, franceses o ingleses durante más de un siglo sobre todo en el sur, en la frontera con México que en aquel momento comprendía también parte de Texas y Nuevo México.

En cada nueva colonia elegían directamente -democracia donde las haya- a sus gobernantes, desde el pastor, alcalde o policía o maestros -pastores indefectiblemente- y se organizaban como comunidades autónomas, regidas por un código moral que regulaba desde el nacimiento hasta la muerte; los casos más alarmantes fueron las ejecuciones que padecieron muchas mujeres convertidas en brujas, que tenían comercio carnal con súcubos e íncubos: o sea, el mismo demonio, y de los que aún se mantiene memoria en algunos estados de Nueva Inglaterra.

La gran marcha desde el este al oeste, donde eran asaltados, violados y robados por bandas organizadas de forajidos, cuando no por los indios que luchaban por su tierra, la que era imposible vender o destruir porque era de todos y de nadie. En estos años se concreta la posesión libre de armas y ya fue imparable: en cada hogar de EE UU hay por o menos un arma de fuego.

Este inmenso país, que hasta bien entrado el siglo XIX no abolió la esclavitud, dispuso en la misma constitución la igualdad de todos los nacidos, el derecho a defender sus haciendas y familia y tomarse la justicia por su mano si se sentían en peligro.

La llegada masiva de inmigrantes europeos y la represión sobre los indios hizo estallar una guerra de baja intensidad que en algunas ocasiones -escaramuzas, incendios de haciendas, secuestros de personas- desembocaron en las grandes batallas del séptimo de caballería.

Norteamérica es una cultura difícil de entender, de asimilar, donde conviven tantas susceptibilidades como pueblos la conforman. Y es aquí casi necesario decir que de esta complejidad nació por ejemplo un estado: Pensilvania, cuando un predicador cuáquero, William Penn, no conforme con la forma de vida de su comunidad, emprendió la marcha y fundó Pensilvania, y fue en una de sus ciudades, Filadelfia, donde se escenificó la Declaración de Independencia y la Constitución.

Cuando se celebran los funerales por la masacre de un centro educativo en Oregón, no han querido abrir la herida de la posesión de armas, ni siquiera hay discusión política, y si antes fue la Biblia ahora es una constitución que parece inamovible y eterna. Y hasta que los seres humanos no cambien...

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