Pocas jovencitas he conocido con una vida tan atormentada como la de aquella enfermera. Nunca tuvo siquiera la belleza de la juventud. Creo que jamás alcanzó la felicidad. Era flaca, de mirada huidiza. Procedía de una familia humilde y numerosa de manera que se imaginan lo que para sus padres supuso que ocupara una plaza como auxiliar de enfermería en un centro médico de Gran Canaria. Ya la tenían colocada. Poco a poco fueron llegando al mismo centro sus hermanas menores para realizar el mismo trabajo. Ella, la mayor, vivía en el hospital. Pero no es que viviera en el centro en el sentido laboral, no; es que un médico viejo e indecente con poder y galones la eligió para satisfacer sus deseos. En una de las habitaciones la chica compartía lo que era conocido por sus compañeros como el "nido de amor del viejo". En una de las plantas altas, las menos transitadas, el abusador ordenó que prepararan una habitación para sus descansos, realmente para usarla cuando se sentía más macho que nadie. Entonces la mandaba a buscar y ella, pobre, acudía. Recordaba hace poco una cirujana que trabajó en el centro la tristeza que le produjo siempre aquella chica. Cuando de noche subía a planta para controlar a sus enfermos escuchaba ruidos inequívocos que salían de aquella especie de alcoba reconvertida en apartamento que limpiaba el mismo personal del hospital, como una habitación más. Hace nada quienes conocieron la relación recordaban de qué manera el viejo depravado la humillaba; hacía bromas en público pero nadie le ponía freno porque el poder y el miedo jugaban a favor de una relación desigual; 30 años de diferencia.

Hoy sé que la muchacha vivía un infierno; los puestos de trabajo de sus hermanas dependían de los deseos carnales del desalmado. Dejarlo equivalía a su despido y el de ellas. Hoy sé que la chica en esos años tuvo dos intentos de suicidio.

Muchos cómplices silentes son tan culpables como él.

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