Está el argumento del entusiasmo. Es el argumento de la izquierda, o por decirlo con mayor (y también menor) exactitud, de mucha gente de izquierdas. Es el argumento de que el país votó por el cambio en el pasado mes de diciembre. Y es posible, en efecto, que votará contra la repetición de lo mismo, pero no por un cambio. Votó por muchos y algunos muy distintos y poco reconciliables. No, no creo en la estabilidad política (y menos aún parlamentaria) de un gobierno entre PSOE y Podemos, apoyados por (dos) diputados de Izquierda Unida y por algunas de las fuerzas que pretenden desgajar el Estado. Es simplemente grotesco depender de ERC -por ejemplo- para salvar un proyecto legislativo. Solo hay que releer lo que Iglesias y sus conmilitones han escrito sobre el PSOE -no hablemos de lo que han proferido- para imaginar razonablemente las innumerables crisis y tensiones de un hipotético gabinete vicepresidido por Pablo Iglesias, cuyos votantes, por cierto, deberían hacérselo mirar: desde las acusaciones de casta oligárquica, traición al pueblo y marioneta del capital hasta socio de gobierno no han pasado todavía no dos años, sino dos meses. Al cabo de medio año -o año y medio- nos veríamos abocados a nuevas elecciones generales. "¡Nosotros estamos dispuestos a resistir la embestida de Bruselas y el Eurogrupo, pero el presidente Sánchez se achanta, qué vergüenza, qué vergüenza para todos los que votaron al PSOE!", gritaría Iglesias por la tele. Para Podemos el Gobierno sería menos un conjunto de despachos y competencias que un nuevo escenario para seguir practicando su feliz espectáculo de la sal de la tierra en busca de la hegemonía de la izquierda.

Y está el argumento de la responsabilidad. Un gran acuerdo entre PP, PSOE y Ciudadanos para consensuar y desarrollar un conjunto de reformas, desde cambios en la Constitución hasta la transformación de la normativa electoral, pasando por el feliz encaje de Cataluña -creo que se dice así- en el Estado español. Es un argumento aún más bobalicón que el anterior, porque carece de algo elemental: los incentivos de los (todavía) mayores partidos del país para emprender una voladura, siquiera controlada, de situaciones tan delicadas y complejas. ¿De manera que, ahíto de patriotismo, el PP se sometería a una limpieza étnica para superar la corrupción, cuando ahora mismo, con el Gobierno de Rajoy en funciones, debe dimitir un subordinado de la vicepresidenta pringado de pies a cabeza? ¿Conservadores y socialistas están dispuestos a una reforma electoral para que las restantes fuerzas aumenten su presencia en las Cortes? ¿Qué contentaría a estas alturas a los independentistas catalanes que pudieran compartir unos y otros?

Vamos a una nueva convocatoria de elecciones para el próximo mes de marzo. Estos acémilas, a los que gusta de presumir de astutos estrategas y condotieros magistrales, no van a aprender tan fácilmente la lección.