Algo tienen las islas que pese a encontrarse en latitudes ajenas nos recuerdan el sabor de casa. La tempestad calmada retrata la vida de varias familias marineras de Ponza, en el mar de Tirreno pero, pese a hablar en italiano, evoca constantemente el alma de lo canario. Quizá sea el salitre de las historias, la belleza anclada en el tiempo, el pasear de los turistas, el tempo pausado, el barco de pesca, la cercanía con que se entrelazan las relaciones humanas, los colores de unas casas en equilibrio o la sensación de estar al margen de la realidad planetaria.

¿Por qué te quieres ir hijo? ¿No es acaso suficientemente bonita esta isla para ti?, pregunta el farero, en una azotea con el firme naranja, manguera amarilla y geranios en las macetas, mientras ambos, padre e hijo, otean el horizonte azul con la mirada perdida. No es una cuestión de belleza, explica el hijo. "Simplemente, siento que debo salir". Descubrir otras cosas, vivir otra realidad y respirar otros aires. "Tienes razón", responde el padre. "Yo ya soy viejo y aquí no hay trabajo". No hay futuro; nada.

Con esta escena se cierra un círculo que había abierto otra conversación entre padre e hijo, una constante que se repite. El primero enseña al segundo a arreglar una red para la pesca. Esto ocurre en una isla dominada por una vieja cárcel, cerrada cuatro décadas atrás. Lo que les rodea es, para los protagonistas, según explican, una cárcel sin paredes.

El último viaje del Giepino y de sus marineros que no pueden seguir pescando, aparece en un segundo bloque en el que se impone un desgarrador primer plano y un ritmo con tonos árabes que se repite como un mantra. Porque si la isla es una cárcel, sus habitantes están presos en el tiempo. Pero la escena más impactante se produce con una notificación. El Giepino no puede regresar al mar. Lo dice la ley. Dos hermanos lo arrancan por última vez y tras apagarlo, besan el motor. Adiós amigo.