Las bases republicanas han echado de la campaña a Marco Rubio y, de paso, han aventado las últimas pavesas de los "neocons". La derrota del senador latino en su feudo de Florida ha sido, en efecto, la derrota de todos aquellos que, desde el noqueado aparato republicano, salieron estas últimas semanas en su defensa. Nombres piadosamente olvidados, como el del exvicepresidente Cheney, el del todopoderoso exjefe de gabinete de Bush Karl Rove o los de ideólogos de antaño como Robert Kagan ("Europa es de Venus y América de Marte") o Bill Kristol dejaron sus criptas para advertir a los votantes que Rubio era la única opción correcta. Y se han ahogado con él.

Bien es verdad que cuando, en 2008, empezó a estar claro que el siguiente líder de EE UU sería un mulato de nombre árabe, buena parte de los neocons se sumaron a las irritadas masas blancas que germinaron el Tea party. Rove, experto en intendencia, contribuyó de hecho todo lo que pudo a la logística de aquel movimiento popular. Pero el Tea party ya ha cumplido su misión -escorar muy a la derecha al Viejo Gran Partido- y lo que queda de él se agrupa ahora en torno a una de sus creaciones más extremadas, el senador texano Ted Cruz, un pueblerino de faro corto y puño de hierro que, montado en su caballo evangelista, ha cosechado buenos resultados en los Estados más santurrones de la Unión y se presenta ya como única alternativa a Trump.

Sin embargo, tras sus derrotas del martes -cinco de cinco-, Cruz es un valor en baja al que, a diferencia de lo que ocurría hace semanas, ni siquiera una cesión in extremis de los delegados de Rubio le valdría para alcanzar a Trump. Porque, hasta en esta campaña loca, los 646 delegados del magnate son más que los 566 que suman Cruz y Rubio. En cuanto a los 142 de Kasich, cuarto clasificado, nadie sabe muy bien todavía dónde colocarlos. El gobernador de Ohio ha cumplido sus objetivos: llegar vivo a la cita del martes e imponerse en su Estado. Se ignoran sus demás planes.

Lo que nadie ignora es que el descontento republicano ha dejado atrás la fase Tea party para echarse en brazos de un francotirador que cada vez recorta más su brecha con Clinton en las encuestas para noviembre. El desconcierto y la ira causados por ocho años de Gobierno del reformista Obama ya sólo encuentran eco en las bravatas soeces del magnate. Y también en la ingenua esperanza derechista de que un empresario multimillonario -un multidelincuente con buenos abogados, para ser precisos- trate al país como una factoría. Al fin y al cabo, en los momentos de mayor descompensación de su delirio los neocon estimaban que lo único que le faltaba al mundo sin Historia ni soviéticos para ser perfecto era que los empresarios, prescindiendo de sus molestos testaferros políticos, pusieran directamente sus firmas al pie de las leyes. En Italia lo consiguieron y la presidencia del Consejo acabó convertida en un burdel.

El pulso, pues, se está consumando. Los contrincantes de Trump van cayendo y, en espera de descubrir cuáles son las balas que el aparato republicano tiene en su recámara, las bases están cada vez más solas ante el cristal que han ido azogando cita a cita. Y lo que el espejo les devuelve es un reflejo en el que la probóscide del elefante se va reduciendo al tamaño de la nariz de Trump.