Estos días se cumplen setenta y nueve años de las desapariciones masivas de ciudadanos en el norte de Gran Canaria a manos de los falangistas, concretamente en una quincena sangrienta que transcurrió entre los meses de marzo y abril de 1937. De estos episodios vergonzosos, hoy voy a focalizar en la tragedia vivida en silencio durante todos estos años por las familias de los represaliados de Agaete. Se trata de un episodio poco conocido por quienes visitan el pueblo incluso con cierta asiduidad, pero ello no quita que muchas personas recuerden todos los días de su vida los dramáticos acontecimientos ocurridos en la madrugada del 4 de abril de 1937, cuando veintisiete hombres fueron arrebatados de sus casas en mitad de la noche. La mayoría de ellos eran del valle, aunque unos cuantos vivían en el pueblo. Personalmente he conocido muy de cerca la historia de uno de ellos, César Expósito. Quién sabe si por algún tipo de animadversión personal, su nombre apareció en la lista que el chivato del pueblo facilitó a los asesinos. La excusa para cometer estos asesinatos de los veintisiete habría sido la participación en sociedades obreras, a las que no está claro que César Expósito perteneciese. Por aquel entonces tenía aproximadamente treinta y cinco años de edad, y era el matarife del pueblo. Hoy se pueden contemplar los ganchos para colgar las reses que él mismo clavó en la pared del puente donde se emplazaba el antiguo matadero y que nos conduce al Huerto de las Flores. César era un hombre de personalidad arrolladora, alegre y dinamizador (él fue uno de los que comenzaron a fabricar los papagüevos de la Rama). La historia de César Expósito comenzó a ser parte de la mía el día en que asistí junto a su familia al emocionantísimo homenaje y entierro en Arucas de los represaliados del Pozo de las Brujas. Hoy puedo afirmar con orgullo que soy su nieta política, al haberme casado con uno de sus descendientes.

Cuando hablamos de las víctimas del franquismo y de la necesidad de reivindicar la memoria histórica, estamos hablando del dolor soportado en silencio durante todos estos años por sus huérfanos y sus viudas. Para esos niños y niñas de la guerra, la orfandad impuesta por el crimen fue silenciada en el día a día y la cotidiana necesidad de sobrevivir durante la dictadura. Porque para las viudas de los represaliados no hubo estancos, ni administraciones de lotería, ni siquiera una tumba donde poder rezar a sus maridos. Tampoco sus nombres figurarían en ninguna cruz por los caídos. Casi ochenta años más tarde, los desaparecidos de Agaete no tienen un sitio donde poder ser recordados. Lo diré abiertamente: urge que el pueblo les rinda homenaje pronto, antes de que sus hijos e hijas -ya octogenarios- fallezcan sin consuelo. Es necesario que los nombres y apellidos de los asesinados, arrojados cruelmente a la sima, reciban el calor del rayo del mediodía y el rocío de la madrugada en los años venideros, tal vez, por qué no, en la misma plaza donde se erige la cruz de los caídos.

La sima de Jinámar es esa asignatura pendiente que tenemos todos los grancanarios: los que conocemos las historias de los represaliados y los que no. Al igual que sucede con los otros pozos que deben seguir siendo excavados, sería deseable que se pudiesen retirar los restos de quienes perecieron por la injusticia y la barbarie ilegal del alzamiento militar del 36 en la Sima de Jinámar. Para que las hijas de César y los descendientes de las demás víctimas de Gran Canaria vivan el resto de su vida con el alivio de que finalmente se hizo justicia. O, al menos, se intentó.