Decir que un Gobierno ha mentido suele ser una redundancia, pero habrá que pronunciarla. El pasado octubre el ministro de Economía, Luis de Guindos, aseguró que cumpliría con el compromiso bruselense de cerrar el año 2015 con un déficit público del 4,2%, pero ahora sabemos que se hizo con un 5,18%, casi un punto de desviación. Son unos 10.000 millones de euros que no se consiguieron rebajar; alcanzar el 3% para enero de 2017 podría suponer unos 12.000 millones de euros. En total, para cumplir con sus obligaciones, el Estado español debería recortar -si no se desploma el PIB- unos 22.000 millones de euros en poco más de año y medio. Todo esto se constata, por lo demás, cuando el Gobierno de Mariano Rajoy lleva ya cuatro meses en funciones y es muy probable que esta situación se prolongue hasta el próximo julio. Para los atolondrados que dicen que el estancamiento institucional no tiene consecuencias económicas graves, quizás sea pertinente señalar que varios economistas y servicios de estudio bancarios estiman que la paralización política del Gobierno podría significar una pérdida de entre 1,1 y 1,7% del PIB.

Lo cierto es que el breve milagro Rajoy está mostrando síntomas de debilidad cada vez más acentuados. El crecimiento económico se ralentiza porque no basta ni el petróleo barato ni las compras de deuda pública por el Banco Central Europeo para mantenerlo ni mucho menos incrementarlo. Porque no aumenta sino decae la productividad; no se modernizan estructuras ni bienes de equipo; la investigación, el desarrollo y la innovación no son apoyadas ni por los presupuestos públicos ni por la empresa privada, en el sistema educativo las matemáticas, los idiomas y las destrezas informáticas siguen sin ocupar el urgentísimo lugar que reclaman. En resumen, que desde el ámbito político no se han emprendido las reformas y cambios políticos y económicos que el país demanda desde finales del siglo pasado.

Y resulta imposible recortar 22.000 millones de euros sin mermar el insuficiente e ineficiente Estado de Bienestar español hasta reducirlo a un Estado asistencial para los más pobres que deje a la agotada clase media, cada día más cercana al precariado, bajo el cielo de la incertidumbre y transforme las pensiones de las próximas décadas en indecorosas limosnas para la inmensa mayoría. Ese es el panorama inevitable que aguarda a España -y a Europa- si los socios de la UE no se deciden a involucrarse en un nuevo diagnóstico y una nueva estrategia para el crecimiento económico y la redistribución de la riqueza. ¿Y Canarias? Particularmente jodida como todas aquellas comunidades, países o regiones que fiaron su potencial económico y su cohesión social en políticas específicas de transferencias de capital, mucha ultraperifericidad en el semblante y nieve en el corazón.