Ni imaginar puedes la historia de la que me participaron la otra tarde". Como no vivo en una obra de teatro clásico, ya no es que me fuera imposible imaginar, también me resultaba difícil escuchar y, a duras penas, oír, pero algo llegó e mis leves entendederas. "El ministro nos reunió en la sala de juntas más grande del ministerio, esa que es tan difícil de llenar, ni un cuarto de mesa ocupamos". Qué pena, pensé, tantas luces y tanta madera para tan poca gente, y los ordenanzas, las aguas y los cafeses, que de todo hay que poner. "Estaba grave y circunspecto, hablaba de Centroamérica, de Londres y de Telde, por este orden. También dijo algo de Las Palmas de Gran Canaria, del puerto de la Luz, del intercambiador del parque San Telmo y del aeropuerto de Gran Canaria. Según él, en ese aeropuerto están pasando cosas muy raras; paranormales o parapsicológicas, apuntó su jefe de prensa". En todos los aeropuertos del mundo pasan cosas insólitas, incluso muy desagradables, pero de ahí a entrar en el mundo de lo sobrenatural... Me pareció una exageración. "Pues parece que los vigilantes de seguridad e incluso los guardias civiles, sufren todos el síndrome del sastre de Panamá. Este se produce después de leer la novela del mismo título de John Le Carré. A todos les pasa lo mismo, sufren un ataque agudo de hipersensibilidad administrativa y acuden como locos a la delegación del gobierno a quejarse de no se sabe muy bien qué agravios de una diputada, todo ello a horas intempestivas y malsonantes". ¿Malsonantes? Puede haber horas que suenen mal, cierto, pero no por ello deban ser calificadas de malsonantes. "Malsonantes los agravios, no las horas. Mira que eres pánfilo. El caso es que estuvimos dos horas reunidos para analizar el pseudoproblema. El ministro nos pidió ideas, soluciones, pero no fuimos capaces de dar con nada que le gustara". Vaya gaita, me dije. "Es que es un poco cerril, lo cual ha convertido su vida actual en una montaña rusa de juguete, y eso no le gusta nada. Porque la secretaría general del partido está que trina con él. Ella le había pedido una de verdad para su pueblo, con carritos para seis personas. Y el le mandó una para el salón de su casa, para que jugara el niño". Vaya, vaya, volví a decirme. "Por eso, ni imaginar puedes, no esta historia, sino la que está por venir. Todo acaba y empieza en Londres, en la consulta de un médico". Vaya, repetí.