Soria fue construyendo durante años su escultura broncínea de genio del mal, pero era una exageración. Al menos parcialmente. Nunca fue ningún genio, aunque el mal sea otra cosa. José Manuel Soria jamás tuvo otro objetivo programático que escalar por la pirámide alimenticia del ecosistema político español. Jamás se le ha escuchado una interpretación social, económica o cultural sobre Canarias ni ha expuesto un modelo de desarrollo y cohesión para el archipiélago. Todo lo que había pensado sobre este pequeño país cabía en sus tarjetas de visita y aun sobraba espacio. Canarias era un mapa de relaciones de poder. Madrid otro, más complejo y resbaladizo. Personalmente alérgico tanto al análisis como a la planificación, el señor Soria era un político que se justificaba única y exclusivamente en términos de poder: se le votaba porque era poderoso -o simulaba bien serlo- y era poderoso porque se le votaba. No había nada más. Soria, en definitiva, vendía autoridad. Es lo que hizo al comienzo de su carrera política, cuando obtuvo la Alcaldía de Las Palmas de Gran Canaria con mayoría absoluta allá por 1995. Después de lustros de gobiernos de coalición, débiles, fragmentados y caóticos, Soria supo espectacularizar con tres o cuatro medidas su compromiso de mandar de una vez en la capital. Esa fue, en realidad, su experiencia decisiva. Con el transcurso de los años aprendió muchas triquiñuelas, pero la lección más formativa fue la municipal. Había que mandar, la gente quería que se mandara, él mandaría, ordenaría, controlaría y sería el único autor de su imagen pública. Esforzarse por encontrar otra cosa en sus múltiples responsabilidades es inútil. Soria no dejó ninguna huella estratégica, organizativa o administrativa en el Ayuntamiento de Las Palmas, ni en el Cabildo de Gran Canaria, estaciones intermedias para alcanzar el cenit de la gloria. Por el contrario evidenció trazas de un gestor de chichinabo absolutamente indiferente a las demandas de modernización de administraciones anquilosadas. Tampoco brilló con particular competencia en la Consejería de Economía y Hacienda del Gobierno regional, que abandonó para presentarse distanciado de su socio (Coalición Canaria) año y medio antes de las elecciones autonómicas. Las jugadas tácticas de Soria resultaban perfectamente predecibles. Para mantener el orden -y la jerarquía- en el PP de Canarias le bastaba con disponer del aval inequívoco de Génova: no era necesaria mayor efusión de inteligencia y astucia. Su única máxima consistía en que los elegidos por su gracia le debieran su ascenso y bienestar. Y que no lo olvidaran.

Por su puesto, nada de esto era comentable. Soria siempre despreció a los medios de comunicación. Como muchos de sus colegas. Pero el exministro no lo disimulaba demasiado. Los medios eran tolerables si ordenaban gramaticalmente sus virtudes, sus triunfos, sus anuncios y sus silencios. Si osaban diferenciarse de un escriba egipcio los periodistas se convertían no en críticos, ni en adversarios, sino en enemigos, y la memoria de Soria, tan deficiente para los vaivenes de las empresas familiares, era impecable para cualquier minúsculo desaire, incluso en página par. Soria no era más que una descarnada ambición de poder para alcanzar más poder. Periodísticamente fascinante, democráticamente peligroso. Al final la mentira, su principal instrumento retórico, abrió un agujero negro tan intenso que se lo tragó.