Hace ya tiempo que tengo la sensación de que vivimos en un grito constante. Se grita en las televisiones, háblese de fútbol, de cotilleos varios, de política. Se grita en las radios, se grita en eso que llaman redes. Se grita en los bares y en las calles. Los españoles tienen fama de gritones, hay otros pueblos que sin tanta fama lo son más. Pero estamos hablando de un grito intransitivo, como si se tratara de una enfermedad crónica sin solución pero con el único peligro de aguantar muchos decibelios en forma de voces. Se grita por cualquier razón, se grita como falta de respeto al adversario, se grita como manera indiscutible de imponerse al otro. Se grita, todo el día y a todas horas. También se insulta, desde el anonimato de las mencionadas redes, y se humilla y ridiculiza a las personas. La libertad de expresión puede con todo, hasta con su propia destrucción, lo veremos. Se provoca el escándalo por una miga de pan pero no se dice nada ante las vigas en mitad de la calle. Se corrompe y se habla mucho de los corrompidos pero casi nada de los corruptores. Se hurta dinero público y privado, y se señala con dedo rapaz a los que se lo han llevado, pero no se dice casi nada de los colaboradores necesarios de tales hurtos que además también cobran por ello, y mucho. Se discute acaloradamente pero sin pasión ni convicción, sólo para hacer ruido, sin sombra de debate ni intercambio dialéctico. Ojalá con todo esto me refiriera a la política, sería un consuelo. El grito y el ruido forman parte de nuestra vida cotidiana. Nadie les había invitado a tener semejante papel pero parece que tampoco nadie va a dinamitar su presencia o al menos disminuirla hasta una mínima tranquilidad. No sabemos casi nada de nada, pero aun así todos hablan mucho de casi todo, espasmódicamente, pontificando, recriminando, acusando y, claro, gritando. El gerundio tiene un ritmo especial que aclara las cosas porque nunca desatina, es pura acción, obra en marcha, sin final ni concierto. Antes, in illo tempore, el fútbol se llevaba la palma, casi ostentaba el monopolio. Hoy su grito es anécdota y se expresa en formato coral, como siempre, pero normal salvo violencias graves. Detesto esa expresión tan resignada, "es lo que hay", y que de tan obvia repugna. Sin embargo, la repiten como el ajo los mismos que dan los brochazos mañana, tarde y noche. A veces, un silencio es el mejor desprecio.