Un centenar de escaños no es una mayoría de gobierno, aunque con un centenar de escaños se puede encabezar y dirigir un gobierno. Una mayoría de gobierno -por poner un ejemplo clarificado- es la que consiguió Felipe González liderando al PSOE en 1982, una victoria amplísima que fue seguida por triunfos contundentes en 1986 y 1989. Quizás no sea superfluo recordarlo, porque la propaganda electoral de Podemos -como intenta hacer la del Partido Popular en su clave jubilata y mesocrática- pretende sostener la mística de un país que se levanta de las cenizas del Estado de Bienestar y de su propia resignación para reconstruirse para la libertad y la justicia y todo eso. Pues no. No serían una mayoría, y eso a pesar de su magnífico trabajo propagandístico, de su astucia estratégica y de la importante transversalidad que han conseguido con su voto.

Pero el muy considerable y rápido crecimiento de Podemos, que podría convertirse el próximo domingo en la segunda fuerza parlamentaria, esa misma transversalidad que le permite cosechar apoyos entre el precariado veinteañero y el funcionariado cuarentón, entre los que votarán por primera o segunda vez y los que añoran la inocencia del felipismo inicial, entre los habitantes de grandes capitales y los vecinos de modestas capitales de provincia, plantea un problema que cualquiera puede constatar manteniendo algunas conversaciones, incluso por Twitter. Pablo Iglesias y la cúpula de Podemos saben perfectamente que van a obtener dos o tres millones de votos que no son, estrictamente, votos de izquierda, y menos aun de extrema izquierda. Son votos que en un pasado reciente se dirigían al PSOE o a la abstención, votos que reclaman cosas muy concretas: medidas draconianas contra la corrupción política, una reforma institucional que refuerce las garantías democráticas, más trabajo pero con condiciones salariales y laborales más dignas, la recuperación financiera del débil y limitado Estado de Bienestar español. No son ciudadanos que se desesperen por la llegada de un régimen republicano, ni que sueñen con la destrucción del capitalismo fulanístico o que suspiren por un nuevo modelo social o que anhelen la desaparición del patriarcado y la heteronormatividad. Y, sin embargo, muchos cargos públicos y cuadros de Podemos se van a tomar los resultados de las urnas no como un respaldo a una oferta programática, no como un voto de castigo al estatus quo, sino como una identificación con sus convicciones ideológicas. Militantes de Podemos o de Izquierda Unida que creen honesta y sinceramente que los votos que obtendrán serán de gente que si no militan en Podemos o en Izquierda Unida es por pura casualidad. Cuadros y cuadros que cuando oyen eso de que quien gobierne tiene que hacerlo para todos -un principio básico e insorteable de cualquier democracia representativa- niegan con la cabeza porque ellos saben muy bien lo que hacer, porque ellos defienden al pueblo, y el pueblo, verbigracia, son las mareas ciudadanas, no los que se quedan en casa o son unos jodidos liberales. Será muy interesante asistir a esta situación si Podemos llega al poder. Con armadura puesta, por supuesto.