Portugal ya es un noble de Europa. La victoria en el último suspiro contra la todopoderosa Francia catapulta a los lusos a la gloria. Si los portugueses se estremecieron con la revolución de los claveles (1974) que les abrió las puertas de la libertad tras medio siglo de dictadura, lo vivido en sus calles estos días se asemeja a ese desenfreno y alegría contenidas de aquel entonces.

Alzarse con el dulce triunfo en el corazón de la Galia tiene mucho mérito. En casa del anfitrión y con el cruel desengaño de perder a su estrella Ronaldo antes de acabar la primera parte, no era el mejor de los escenarios. Por cierto, que su salida en camilla fue como todo en él, excesivo e histriónico.

Pero, la revolución volvió a surgir en un equipo con mucha alma, que ganó en París a la griega. El hoy campeón de Europa ahuyentó para siempre a la derrota del pasado (perdió ante Grecia la final en 2004) y en un partido de bancarrota, un tal Éder en la prórroga, puso el punto y final a una Eurocopa de hojalata.

Poco fútbol y pocas emociones nos ha deparado el torneo, salvo algún destello de La Roja, como reconoce la crítica Desirée Barcia.

La competición balompédica por excelencia del viejo continente derrumbó a Francia, que contempló entre sollozos y frustración cómo se coronaba Portugal como la nueva reina de Europa. La extinta Eurocopa, parca de buen fútbol, encumbra como campeón a Portugal, que tenía una deuda impagada por la historia. Los lusos ya cobran su tributo, pese a que no desplegaron el juego que destilaban en otros tiempos las botas de grances como Eusebio o Paolo Futre.

En el lado opuesto, sucumbe la Francia de Antonie Griezmann. Este grandísimo jugador dice en el mismo año au revoir a Champions y Eurocopa (todo una mierda, en palabras del colchonero) y sólo le queda por contemplar como Portugal se alza campeón en el barrio más alto de Europa.