En el segundo trimestre del año se destruyeron en Canarias más de 11.000 empleos y en total el número de nuevos parados superó los 15.000. Hemos regresado a los 300.000 desempleados y a un porcentaje del 27,33% de la población activa, aunque si se adopta una perspectiva temporal más amplia, la valoración sigue siendo positiva: Canarias tiene ahora mismo unas 37.000 personas menos sin trabajo que hace un año. Lo que ocurre es que con esta evolución jamás llegaremos a alcanzar un 20% de la población activa desempleada. Un 20%, un porcentaje que sería un escándalo aterrador en cualquier país desarrollado, se antoja en Canarias un objetivo maravilloso, pero imposible. No resulta demasiado arriesgado suponer que la inmensa mayoría de los empleos destruidos eran temporales -varias semanas o algunos meses-, con salarios bajos o muy bajos y pertenecientes al sector servicios. Los que señalan acusadoramente a los hoteles llenos de turistas no saben de lo que hablan. Los establecimientos hoteleros en Canarias -y sus ámbitos inmediatos de consumo- no pueden absorber ni la cuarta parte de los desempleados isleños. En el máximo momento de esplendor constructor, allá por 2006, el país fue incapaz de bajar apreciablemente de un 10% de paro. Es el modelo de desarrollo económico el que está gripando, el que está demostrando día a día que es socialmente insostenible. Ninguna comunidad puede sobrevivir indefinidamente con más de un 20% de desempleados sin condenarse al subdesarrollo, a la condenación a una pobreza creciente y a una desigualdad rampante, a la subalternidad política y a la emigración como espita para sortear la conflictividad laboral y la inestabilidad sistémica. Ninguna. Y el pasado -ese ambiguo espejismo- no volverá. Con la decadente productividad de la economía canaria, con unas rentas de trabajo mezquinas e incapaces de impulsar el consumo interior, con un nivel de innovación empresarial tendente a cero que todavía encuentra en la subvención y la excepción fiscal las principales vías para el enriquecimiento, Canarias está destinada a languidecer, cuando no a algo peor.

Hace ya años debimos iniciar, consensuar y aplicar un conjunto de reformas para cambiar las bases de la estrategia de crecimiento económico de Canarias, la praxis empresarial tradicional y el papel de las administraciones públicas. Años absolutamente perdidos porque se ha esperado casi siempre a que escampe. La llamada crisis, abierta entre 2007 y 2008, ha evidenciado las fragilidades y ruinas del modelo de desarrollo de Canarias en los últimos cuarenta años. Es incomprensible -más exactamente: es suicida- que se siga mano sobre mano cuando está en peligro un futuro tolerable para el país. Desde la reforma de las administraciones públicas hasta el reconsiderar las aportaciones fiscales de las rentas del capital, desde los costes energéticos hasta la reconsideración de las políticas sociales deben ser considerados y transformados porque los que estamos meando sobre nosotros somos nosotros mismos.