La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Elizabeth López Caballero

El lápiz de la luna

Elizabeth López Caballero

Todos nos hacemos viejos

Bendita juventud, divino tesoro. Etapa en la que nos creemos dioses: vitales, atléticos, fuertes... No hay nada que se nos resista. Queremos comernos el mundo y nos libramos de cualquier obstáculo que se nos ponga en el camino, aunque ese obstáculo sea de carne y hueso. Aunque eso a lo que llamamos carga o vejestorio sea nuestro abuelo, el que nos acunó en más de una ocasión, nos llevó al parque y nos dio de comer cuando teníamos hambre. Abuelos, fuente de sabiduría que nos enseñaron casi todo lo que sabemos. Pero claro, el tiempo pasa, se hacen viejos y son una lata. Ahí es cuando se invierte el alzhéimer y la gallina se olvida de cuando fue pollo. Se olvida de cuando le limpiaron el culo, de las horas que pasaron sin dormir esperando a que a su querido nieto se le bajara la fiebre, se olvidan de los cuidados que recibieron. Entonces cogen al abuelo y lo llevan a vivir a una residencia. Lo convencen de que allí estará bien, que hará muchos amigos como él -que también les estorban a su familia-, que vendrán a verlo a menudo -mentira- y lo dejan en ese frío edificio, desterrado, lejos de su hogar, con un puñado de fotos de sus hijos y de sus nietos. Pintando mandalas y jugando a la zanga para matar el tiempo en una habitación de apenas veinte metros cuadrados. A él que con tanto sacrificio levantó una casa donde siempre olía a queque y a café recién hecho, donde todos eran bienvenidos. Casa por la que se pelearán sus herederos. Cuatro trozos de bloques donde se unía la familia, ahora sin el abuelo, es un montón de cemento que la desune. Y el abuelo pasa allí el tiempo sin que nadie vaya a verlo, hasta el primer día de cada mes, cuando al mismo tiempo que engorda su cuenta corriente con su enclenque pensión aumentan las visitas de su familia. Y él, desterrado y en el olvido, vive esos momentos con inmensa felicidad, porque es lo único que le queda cuando ya no le queda nada. Y le da a uno cincuenta euros para un juego y a la otra cien para la universidad. Los va llenando de todo mientras él se deshace en su tristeza. Después de sesenta minutos le dan un beso y se despiden hasta dentro de treinta días. Estación tras estación, mientras el generoso abuelo se va marchitando. Y llega el día en el que se le cae el último pétalo en la soledad de su habitación de veinte metros cuadrados que huele a lejía y a desinfectante, donde susurrará, antes de exhalar su último suspiro: todos nos hacemos viejos. Y como lo que uno siembra es la cosecha que recoge, años más tarde serán sus nietos los exiliados por las nuevas generaciones. Hasta que uno aprenda que el divino tesoro no es la juventud, sino la compañía de aquellos que la acumulan a su espalda, facilitándonos el camino y recordando que es de bien nacido ser agradecido.

(*) https://m.facebook.com/ellapizdelaluna/

Compartir el artículo

stats