Me resisto a que desaparezca la fiesta de los Finados. Definida por el Diccionario de Pancho Guerra como "el día de difuntos y por extensión al conjunto de golosinas que se repartían el primero de noviembre, día en que la Iglesia celebra la festividad de Todos los Santos", se pretende, desde hace un tiempo, sustituir por el Halloween, fiesta anglosajona alejada de la idiosincrasia isleña e hispana que pretende privarnos del rico recuerdo de las castañas tostadas, la jarana y, para muchos, la primera chispa por los suaves efluvios de las copas de vino dulce o Anís el mono. Pero las dos fiestas han devenido y coinciden en algo: la de infundir miedo. Desde no se sabe cuándo, distintos pueblos y civilizaciones han padecido el miedo al diablo. Hoy, en la fiesta de Halloween, chicos y grandes se pintan la cara, se visten de negro, se ponen cuernos y con un tridente en la mano andan de tarambanas por las plazas, las escuelas y en noches de bailoteo y farra con la intención de parecerse lo más posible al diablo y de esa manera dar miedo. No lejos quedan los tiempos en los que el malevo Satanás provocaba auténtico pavor con la horqueta en la mano listo a remover cuerpos, entre llamas o calderas hirvientes, en dos lugares de horror. El infierno, definido por muchas religiones como ese lugar del inframundo a donde van las almas de los pecadores, después, de la muerte, a las que les espera una condena eterna por haber cometido pecados que no merecían perdón. "Las tinieblas exteriores y el fuego eterno", para el Catecismo tridentino. En la Divina Comedia, Dante, con un matiz más verosímil acorde con los tiempos del Renacimiento, lo describe como un conjunto de círculos concéntricos que se achican en la medida en que se acercan al centro de la Tierra. Aunque hoy día la Iglesia, por el consejo de nuevos teólogos y exégetas, habla de un lugar etéreo donde las almas se ven privadas de la presencia de Dios, aún quedan cuadros aterradores, expuestos en el lateral de iglesias y viejas catedrales en los que medios cuerpos de pecadores y pecadoras se asan vivos, en actitud orante, ante la Santísima Trinidad y la Virgen para que, cuanto antes en tiempo imposible de medir con ningún reloj terráqueo, les saquen de ese lugar de suplicios. Se trata del Purgatorio menos terrible que el averno eterno por cuanto se suponía que su estancia era pasajera. Lo inventó la Iglesia, en el siglo XII, como un emplazamiento menos terrorífico para ciertos pecados en el que se pudieran purgar las penas antes de ser premiados con la beatífica presencia de Dios. Después, la Nomenclatura vaticana, tan dada a manejar conciencias y, en contra de lo que había dicho Cristo de que su reino no era de este mundo, como de administrar el suyo en la Tierra, inventaron las Indulgencias por las que se podría acortar el tiempo de paso de las "benditas ánimas" por el Purgatorio siempre proporcional al número de papeles o boletos que se compraran al clero o la parroquia del lugar. A los cementerios e iglesias acuden, en estos días, gran cantidad de creyentes con una doble intención: el de mitigar el miedo atávico a la muerte y el de que sus seres queridos que "han saltado el muro" tengan el descanso eterno que se merecen o que esa pavesa que se consume en el vaso de aceite y agua encima de la loza donde reposan sus restos, sea el símbolo de una mejor vida o la ascensión definitiva de su ánima al Cielo desde ese lugar transitorio de dolor y pena. Pero no ha desparecido del todo el miedo al diablo con nombre de Satanás. Será por eso que en el Vaticano se convoca un congreso de exorcistas para acordar criterios, ritos y arpegios con el fin de expulsar al maligno de las almas, cuya mayoría de síntomas hoy obtienen respuestas de la Psiquiatría y Ciencias de la Conducta. En todo caso sería una catarsis provocada entre ayes, gritos y espumarajos por la boca que neurólogos y psiquiatras podrían diagnosticar de ataque epiléptico y psicoanalistas y psicólogos como síndrome de histeria. Más pagano resulta ser el Carnaval adelantado, Halloween importado, en lenguaje anglosajón "víspera de Todos los Santos", en el que la gente se disfraza de esos lúgubres personajes de ultratumba, distintos infiernos y ultramundos, con fines de simple diversión, engaño y parranda que, también, sirve de catarsis y ahuyenta, por un tiempo, los miedos a monstruos, trasgos, duendes, brujas, chupasangres, presentes en el inconsciente colectivo desde que los primeros homínidos sintieron miedo a las tormentas, rayos, truenos y extraños ruidos de la sabana y la selva. Entonces, como ahora, con la firme creencia en un mundo de misterios y trascendencias, se refugiaron en la cavernas y miraron al cielo en busca de una explicación y, sobre todo, una ayuda.

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