Juan Carlos Alemán

¿Qué quieres ser cuando seas mayor, pibe?

¿Yo? Secretario general, yo quiero ser secretario general.

Y lo consiguió en el PSOE de Tenerife y en el de Canarias. Venía del PCE y de la cultura comunista de la clandestinidad y la predemocracia le quedaron varios rasgos de comportamiento, especialmente, el gusto inmoderado por las conspiraciones y el no fiarse demasiado de cualquiera, empezando por sí mismo. La conspiración era todo: un método para acabar con algo, un método para empezar con algo, un ejercicio de purificación, un cuestionario transformado en una metáfora, una canción de cuna, una selección de verdades, un hervor de mentiras, una manera de pasar la tarde. La Secretaría General siempre la entendió como una posición para alcanzar y mantener equilibrios internos y no como un instrumento de liderazgo para dinamizar al partido a partir de una estrategia política definida. Una vez salvaguardados los equilibrios de intereses y ambiciones de los gerifaltes locales, Alemán dejaba que los alcaldes hicieran de su capa un sayo, sin excluir burradas, antojos y barrabasadas. Por desgracia ese espacio de socorro mutuo no sirvió de mucho cuando ATI primero y CC después comenzaron a aniquilar alcaldías socialistas empezando por el Norte de Tenerife, cuando Paulino Rivero sustituyó el kruger por la navaja en la boca.

Sospecho que Juan Carlos Alemán sufrió más que disfrutó de su largo reinado al frente del socialismo canario. Porque desde ese trono debía irradiar un liderazgo magnético, un hambre de victoria, un apetito presidencial que sabía que no se acoplaban con su personalidad y su modelo burocrático y charlista de dirección. Para Alemán fue terrible ese momento del mandato de Román Rodríguez -al que terminó poniéndole una moción de censura- en el que el presidente le sugirió un Gobierno con el PSOE y le dijo que él, Alemán, debía asumir Sanidad. Recuerdo que me dijo, pálido y con ojos vidriosos:

-Yo llevando la Consejería de Sanidad. Si solo me faltaba eso.

Pero fue un hombre para el que partido lo era todo. Esa su casa, su lenguaje, su memoria, sus amigos, sus anhelos, sus tristezas y alegrías preferidas, su certificado de autenticidad vital. La lealtad al partido era la lealtad a uno mismo y viceversa. Mi recuerdo central de Alemán me remota a un pleno parlamentario de un atroz aburrimiento. De repente Juan Carlos comenzó a dar palmas, a reír, a hacer extraños signos a otros diputados y a la prensa. Me vió y repitió sus gestos. Me encogí de hombros, no le entendía. Entonces se medio incorporó en el escaño y dijo alto una palabra que pudimos escuchar todos: Pinochet. Y entendimos: Augusto Pinochet acaba de ser detenido en Londres. Juan Carlos tenía los ojos llenos de lágrimas y se abrazaba porque ahí, en el escaño, no podía abrazar a nadie.