Yo nunca fui muy de reyes, aunque a nadie, y menos a un niño, amarga un dulce. Los días de reyes para mí eran como los festivos religiosos para un agnóstico. Yo me cogía los juguetes como un ateo se coge el día de la Inmaculada Concepción de asueto. Yo no devolvía los juguetes de la misma manera que un impío no paga por su día libre de la Virgen del Pino.

Tan poco aferrado he estado yo a las fiestas de guardar que desde chico se me vio el plumero. Cuenta mi madre que a punto de cumplir los diez meses (nací el 8 de marzo) apenas hice caso a los juguetes que me trajeron los reyes el 6 de enero siguiente.

Cuando me desperté (supongo que mis padres se despertarían antes, más ilusionados que yo por ver la cara que pondría al ver los presentes), lo primero que hice fue dirigirme a unos pequeños zapatos, más bien patucos, que eran el reclamo para que sus majestades colocaran al lado los obsequios, y no me separé de ellos en toda la mañana, pasando olímpicamente de los regalos. Fue el primer desencanto de mis padres conmigo, el primero de una ristra grande de desilusiones.

Desde muy pequeño supe lo importante que eran los pies para cualquier persona. Si nos fallan los pies doloridos, se desvía y descarría todo el cuerpo. Yo soy el primogénito de cinco hermanos, por lo que mis padres se quedarían estupefactos y anonadados. Como los demás hijos que vendrían con posterioridad les salieran igual de indolentes, la ilusión de los reyes la tendrían que compartir con los niños del orfanato.

De todas formas, el día de reyes del año siguiente ya fue algo más fructífero. No solo porque había nacido mi hermana Mariola, a la que le debo el diminutivo cariñoso de Nino (supongo que cariñoso a pesar de que de chica le machaqué involuntariamente un dedo con el andador), sino porque yo, aunque no lo aparentara, ya tenía un poco más de juicio y raciocinio.

El juicio y el raciocinio parece que no combinan bien con la magia navideña y la fantasía de reyes. Lo primero es verdad y justo por eso muchas veces malo, mientras que lo segundo es mentira y probablemente por eso sea tantas veces bueno. No conozco a ningún niño que no se prive por unos buenos regalos, excepto yo en mi infancia, pero yo soy un caso perdido. En mis segundos reyes, con la felicidad de mi hermana de seis meses al lado, ya mis padres se preocuparon menos de que me ilusionara por los regalos, aunque en este caso acertaran de pleno al obsequiarme con el equipaje del Athletic Club de Bilbao (Atlético de Bilbao se denominaba en aquella época de los años 60 por imposición del franquismo). Nunca supe la razón por la que mi padre, gran aficionado al fútbol como yo, se le ocurrió comprarme la equipación del Bilbao cuando él siempre fue gualdazul, de la Unión Deportiva Las Palmas de toda la vida. Amarillo, pío, pío.

Que yo sepa, tampoco tenemos antepasados bilbaínos, por lo que colegí que la elección de mi padre fue por alguna simpatía que le tenía al club vasco o porque el equipaje de Las Palmas estaba agotado en enero del 63. A principios de la década de los sesenta Las Palmas estaba en segunda tras descender en la temporada 1959-60. Volvió a ascender a primera en 1964, por lo que también es posible que mi padre me quisiera tanto que no quiso ver a su hijo con una equipación de segunda hasta que cumpliera los tres años de vida y volviera a ser de primera. Amor de padre.

Guardo una foto que me hizo con la equipación del Athletic de Bilbao (mi padre era oficialmente comerciante pero siempre tenía otras profesiones escondidas: fotógrafo, entrenador de fútbol, médico?) Yo aparezco en ella muy serio, embutido (literalmente embutido) en una camiseta rojiblanca con el escudo del club a la altura del pecho izquierdo, unas medias con los mismos colores y un calzón negro.

Por la cara que tengo en la foto no se deduce necesariamente que estuviera contento y feliz, aunque yo creo que frunzo el ceño, muy engurruñado, porque era un día de sol, a pesar de ser invierno; los rayos me arrugaban el semblante y me achinaban los ojos. La sesión fotográfica se produjo en la azotea de casa y también es posible que pusiera cara de cansado porque cuando mi padre cogía la cámara fotográfica se veía siempre impelido a gastar varios carretes. En las fotos tengo pinta de estar pensando: "Vale ya, papá. Ya son suficientes por hoy, ¿no?"

A medida que fui teniendo más hermanos la algarabía en la casa el día de reyes se multiplicaba y contagiaba. Al principio yo era tan ingenuo e iluso que me creía todo lo que me decían sobre los reyes: que si me portaba bien me pondrían muchos juguetes y que si era malo me traerían carbón. Y yo siempre pensaba: ¿y qué tiene de malo el carbón? A partir de ese instante me conciencié en la lucha de la erradicación del carbón y me pasé a las energías limpias alternativas. No hay mal que por bien no venga. Los primeros reyes con los cinco hermanos juntos, mis padres y mi abuelo fueron fantásticos porque ninguno de los menores sabíamos que los reyes eran los padres (y también el abuelo; ahora más, con la crisis, los jubilados son imprescindibles), por lo que el clima de candidez era muy candoroso y angelical. Ninguno sabíamos que los reyes eran los padres porque si lo hubiésemos sabido habríamos sido más comedidos en la redacción de las cartas. O no, nunca se sabe.

No obstante, en ello son los padres los culpables. Si nos dicen desde chicos que los reyes son ellos no pediríamos cada año el oro y el moro y habríamos convenido con Sartre que el infierno son los otros, que los reyes son los padres y que el carbón solo existe en las minas y en los ferrocarriles de las películas del oeste.

Identificar a los reyes con los seres buenos que nos traen regalos y nos complacen desde niños puede ser una artera y estratégica treta de los monárquicos para que comulguemos desde chicos con piedras de molino y aceptemos un régimen tan arcaico como periclitado por el sentido común. En rigor, las únicas que pueden hablar con propiedad son las dos hijas de los reyes. Los reyes en su caso sí que son los padres. O sea, todos nosotros, que para eso contribuimos a su sueldo y a agrandar el erario público. Es verdad que la magia de las cabalgatas ilusiona mucho a los niños, aunque sea a través de una gran mentira. Quizá por eso han respetado la tradición hasta los padres republicanos y no creyentes. Un día es un día. Y una noche es una noche.

Entre mi hermana la más pequeña y yo nos llevamos menos de seis años. Cinco hermanos prácticamente seguidos. A medida que fuimos creciendo se suscitaba un problema: mientras los mayores ya sabíamos que los reyes eran los padres, los menores estaban todavía en la edad de la inocencia y la ignorancia.

Los mayores teníamos que hacernos cómplices ante los pequeños para que no perdieran la ilusión de reyes antes que nosotros. No teníamos derecho a quitarles la pureza antes de tiempo. Tenían los mismos derechos que nosotros a seguir siendo ignorantes, necios, zoquetes y tarugos. Si nosotros habíamos pasado por esa edad tan tonta, que se fastidien ellos también.

Como ley de vida, pasó el tiempo y se acabó la ingenuidad. Dejamos de ser hijos (solo de mi padre, que falleció, aunque afortunadamente mi madre sigue viva y coleando con una cabeza mejor amueblada que la nuestra) y empezamos a ser padres. Aunque llevé a mis hijos a la pela para ver la cabalgata a su paso por León y Castillo, esquina Cebrián, nunca les insuflé mi devoción por la fiesta y mi ilusión por la cosa, entre otras cosas porque no la tenía. Ni una cosa ni la otra.

Aunque puede que haya también un rasgo de tacañería o racanería, que yo prefiero llamar austeridad o frugalidad, que suenan más bonitas aunque en el fondo es lo mismo. Odio el consumismo en todas sus formas, menos cuando compro aguacates en el súper.

Uno pasa de hijo a padre en un solo minuto. Mi exmujer y yo intentamos por todos los medios acabar con el sexismo en los juguetes y eso se lo inculcamos claramente a mi hija y a mi hijo, aunque de poco nos valió porque ellos pidieron lo que tradicionalmente suelen pedir los niños y las niñas a los reyes. Andrea, una muñeca, y Pablo, un balón. También nos empeñamos en que no pidieran a los reyes ningún juguete bélico ni violento, pero nuestro gozo cayó en un pozo cuando nuestro hijo nos pidió una espada a los tres años. Tratamos de disuadirlo diciéndole que ese era un juguete muy feo que no nos gustaba nada. Su respuesta: "No se preocupen, no es para jugar con ustedes, es para jugar yo solo con ella". Con todo nuestro dolor se la tuvimos que comprar porque nos birló el argumento. Fue muy convincente.

Mis hijos, que no heredaron de mí la desilusión navideña, son unos privilegiados porque han nacido en otra época en la que los juguetes no solo son más completos y sofisticados sino que han arrancado otra fecha a su favor en el calendario. Al tradicional día de reyes se unió hace ya unos cuantos años (a mí no me cogió) el de Papá Noel, por lo que ampliaron las miras y recibieron doble ración en Navidad: una, la noche del 24 de diciembre, y la otra, la mañana del 6 de enero. Tradiciones españolas aparte, tiene mucho más sentido regalar a los niños al principio de las vacaciones navideñas que al final porque así pueden disfrutar más días de sus juguetes y de paso dejar tranquilos a los padres. Con los reyes están dando la paliza todas las navidades con esa jiribilla nerviosa que no se aplaca ni con caramelos de fresa.

Yo cada año hago un esfuerzo y un intento para distanciarme del día de reyes y de todas sus connotaciones, pero por culpa de mi hija aún no lo he conseguido. Yo creía que cuando fueran mayorcitos se les irían las ganas y se conformarían con que les regalásemos cariño, amor y algo de dinero, pero no. Ella sigue viviendo las navidades y el día de reyes como si tuviera ocho años, pero el caso es que tiene 28. Los tres reyes magos son Comprar, Gastar y Malgastar, como dice muy acertadamente el whatsapp de Pucho. No quiero seguir la corriente a los grandes centros comerciales. Siempre digo que este será el último, pero la historia se sigue repitiendo cada año desde 1989. El año que cayó el muro de Berlín cayeron muchas cosas, pero entre ellas no está la celebración del tradicional día de reyes. Mi más sentido pésame a todos. Les acompaño en el sentimiento.