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OBSERVATORIO

El atentado de Mánchester: "Hijos de la Gran Bretaña"

Descubrir que vivía a menos de 400 metros de mi casa Salman Abedi, el joven suicida que se inmoló el lunes en el Mánchester Arena por una supuesta "causa" ideológica, no me ha sorprendido del todo. Tampoco me sorprende que las calles del barrio de Moss Side, por donde paso todos los días camino de la universidad, hayan recibido estos días la visita de policías armados hasta los dientes en busca de los posibles cómplices del terrorista.

El terrorismo en suelo británico me ha pillado muy de cerca en esta ocasión y siento una mezcla de rabia, frustración e impotencia. Como seguramente habrá pasado a todos en Mánchester, las preguntas me asaltan. La más importante de ellas: ¿cómo ha podido un ciudadano "británico" sentir tanto odio hacia el país que ofreció asilo a sus padres -víctimas del régimen cruel del Coronel Gadafi en Libia- como para decidir masacrar a 22 personas inocentes mientras salían eufóricas de un concierto de su cantante favorita?

Mánchester tiene una extensa comunidad de ciudadanos del país norteafricano y se están descubriendo estos días los vínculos del terrorista suicida no solo con extremistas en el país de origen de sus padres, sino con otros individuos en Mánchester que comparten sus ideas radicales. Este fin de semana se ha sabido además que, lejos de dedicar el préstamo que le fue concedido por el gobierno británico a sus estudios universitarios, Abedi empleaba el dinero para financiar sus viajes a Libia, donde se sospecha que recibía formación en el manejo de explosivos.

Según el MI5 (el Servicio de Inteligencia británico), hay 23.000 personas en todo el país a las que se les ha hecho un seguimiento en los últimos años por su supuesta relación, activa o pasiva, con el terrorismo yihadista. En la jerga policial se les denomina "sujetos de interés" y no hace mucho Salman Abedi era uno de ellos, pero se le perdió la pista por motivos aún no esclarecidas.

Al margen de la inevitable y necesaria investigación de las razones por las que la policía ignoró el peligro real que representaba Abedi, hay que ser comprensivos con la situación difícil en la que se encuentra el actual gobierno británico. No sólo por la falta de recursos para combatir de forma efectiva una amenaza omnipresente, oculta muchas veces en barrios y comunidades cerrados a las miradas ajenas, sino también por el miedo a empeorar la situación si se adoptan medidas contundentes.

A nadie se le escapa que Gran Bretaña se encuentra ante una encrucijada de proporciones sin precedentes: ¿debe continuar por la vía de lo "políticamente correcto", mostrando una sensibilidad exagerada, e incluso ingenua, ante el problema de la falta de conexión entre muchas comunidades musulmanas y "su" país?

Muchas voces influyentes argumentan, no sin razón, que la hipersensibilidad a las consideraciones humanitarias puede ser interpretada por elementos terroristas como signo de debilidad, casi como una licencia para continuar con sus acciones delictivas. Más de uno estará recordando las polémicas palabras del antiguo embajador israelí en Canadá, Alan Baker, cuando manifestó que "los países occidentales no tienen otra opción sino aceptar que, aunque restrinjan las libertades civiles a corto plazo, la drástica legislación antiterrorista, la disuasión y la acción sirven a largo plazo para permitir un disfrute más amplio de esas libertades civiles y del derecho a la vida".

El gobierno de Teresa May tiene ante sí una tarea poco envidiable y la proximidad de las elecciones generales, previstas para el 8 de junio, no deja margen para el error. Podría aprovechar la ola del Brexit -una manifestación clara de la voluntad del pueblo británico de retomar el control de sus decisiones, entre ellas el freno a la inmigración (una encuesta publicada esta semana por la Aurora Humanitarian Index indica que el 56% de la población opina que la presencia de tantas minorías étnicas supone una amenaza grave para la cultura británica)- para poner en marcha medidas antiterroristas más estrictas. No obstante, tales medidas, que entrañan el peligro de estigmatizar a la población musulmana, encontrarán una oposición muy fuerte por parte de amplios sectores de la sociedad y serán interpretadas como una victoria del terrorismo, al suponer un cambio del modo de vida del país.

No cabe duda de que la mayoría de las veces, y por razones obvias, una democracia se ve obligada a luchar con una mano atada a la espalda. Una obligación harto difícil de entender y cumplir cuando el objetivo no es otro que impedir que unos desalmados activen las mochilas que tienen atadas a sus espaldas. No obstante, para muchos -entre ellos el que suscribe- es todavía más difícil entender que luchar de esta manera sea el mal menor cuando estos mismos desalmados han nacido y se han criado en el propio país, supuestamente en los valores de la tolerancia y el respeto hacia los demás. Son -literalmente pero también en el otro sentido de la expresión- unos "hijos de la Gran Bretaña". Sigo sin comprender qué es lo que les hemos hecho para que nos traten así.

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