Existen en España determinados destinos vacacionales que año tras año aumentan sus cotas de degradación a base de etilismo (con sus correspondientes vomitonas, orines y resacas) y broncas callejeras (con sus correspondientes molestias vecinales y destrozos mobiliarios e inmobiliarios). Para algunos energúmenos, pasear desnudos por las calles, beber hasta perder el conocimiento e intercambiar felaciones por consumiciones gratis pueden resultar actividades muy divertidas y apasionantes, pero la cruda realidad es que afectan al negocio turístico español y devalúan una de las fuentes de ingresos prioritaria de nuestro país, todavía convaleciente de una brutal crisis económica.

Este repugnante fenómeno denominado "turismo de borrachera" atrae a hordas de jóvenes (extranjeros, en su mayoría) a ciertos enclaves mediterráneos que frecuentemente abren las portadas de los telediarios gracias a un escándalo o, peor aún, a una tragedia con difunto incluido. Perder allí la cabeza durante una semana les sale a escasos cuatrocientos euros. Además, los organizadores de estos viajes al borde del mar los publicitan con la eufemística calificación de "rito de paso hacia la edad adulta", lo que en cristiano viene a significar la incursión en el desmadre más absoluto e ilimitado: las primeras aventuras sin supervisión de los padres, la exaltación de la amistad entre compañeros de estudios y la explosión de la hormona llevada al extremo, todo ello aderezado con ingestas masivas de alcohol y drogas. De hecho, debido al habitual estado de ebriedad de los afectados, a menudo se registran accidentes -a veces con resultado de muerte, por saltar de un balcón a otro de los hoteles en los que se hospedan- y denuncias por robos y violaciones.

No obstante, cualquier motivo sirve para que estas bestias pardas den rienda suelta a su lado más salvaje. El más reciente ha sido la espectacular remontada de la selección escocesa en el partido clasificatorio del Mundial 2018 disputado contra Inglaterra, y que puso la mallorquina Magaluf patas arriba, con invasión de la calzada por parte de una muchedumbre borracha dedicada a arrasar locales de ocio y a agredirse física y verbalmente. Dichos incidentes tuvieron lugar veinticuatro horas después de que otros veinte turistas se exhibieran en pelotas a plena luz del día y en primera línea de playa, ajenos a la presencia de numerosos niños en un parque infantil adyacente. Es obvio que el esfuerzo realizado en los dos últimos veranos por parte del Ayuntamiento y de la Policía Local para mejorar la imagen de este emplazamiento (y que estaba dando sus frutos con la llegada de visitantes de mayor poder adquisitivo y mejor perfil personal) se puede ir al traste con episodios como el referido.

Sucede lo mismo con el Saloufest, evento que se celebra cada primavera en el pueblo tarraconense de Salou y que, aun siendo temporada baja, genera en el municipio un impacto económico que ronda los cinco millones de euros. Los consistorios que acogen estas correrías viven, pues, en una permanente paradoja. Por un lado, les interesan las ganancias que tales desparrames inyectan en sus arcas pero, por otro, fulminan su reputación y les condenan nacional e internacionalmente a arrastrar el estigma de ser territorios comanches.

En definitiva, las enormes desventajas de este turismo de borrachera son innegables, por lo que son ya muchas las ciudades que están luchando para ahuyentarlo. Personalmente, encuentro muy sencillo reconducir el modelo. Claro que, como sucede con tantas otras patatas calientes políticas y sociales, se precisa de un firme ejercicio de voluntad y valentía por parte de los representantes públicos. Sin duda, estos se expondrán a ser la diana de todo tipo de presiones y amenazas por parte de quienes no se resignen a renunciar a un negocio tan rentable como repugnante. Sin embargo, en esta vida es preciso elegir a menudo entre lo correcto y lo incorrecto. No es nada fácil pero, desde luego, vale la pena.