La Provincia - Diario de Las Palmas

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TROPEZONES

Cosas caras

Tuve no hace mucho una controversia con R. F. sobre la carestía de las cosas. Empezó buscándome las cosquillas sobre lo escandaloso del precio de algunos productos, citándome el azafrán, con un precio que ronda los 4.000 ? el kilo, o las trufas blancas, que no bajan de los 3.000. Aparte de hacerle ver que una fracción de gramo de pistilos de la flor del azafrán puede aportar sabor y color a una paella para diez comensales, y cómo unas diminutas lasquitas de trufa perfuman todo un guiso, le reconvine sobre lo sesgado de valoraciones al kilo (¿y por qué no por tonelada, para reforzar el morbo de su argumentación?). Es como si utilizásemos el kg como medida para valorar el precio del oro. Para eso están los quilates, o sea unos 0,2g. Y si se tercia, tomando de peso las onzas de 28,7 g., va que se mata.

Inasequible a mis argumentos pasó a productos líquidos, citándome un vino blanco de 1967, un Château d'Yquem a 1.900 ? la botella. Aquí es de agradecer que tuviera la prudencia de no darme un precio por litro. Aún siendo la botella de tres cuartos de litro, a ningún bodeguero se le pasaría por la cabeza una valoración por litro, como si de un vino peleón a granel se tratara. Igual que en el gremio de la perfumería jamás nos precisarían que el litro del perfume Chanel núm. 5 sale por la friolera de 1.300 ?. Aunque puestos a escandalizar no me resistí a informarle a mi amigo de que un producto cuyo costo bien merecería su estupor es el de la tinta de impresora, que excede de lejos el de cualquier perfume francés, al superar en casi todas las marcas los 2.000 ? el litro. (¿O es que mi amigo nunca se había planteado por qué las impresoras son tan baratas? Con unos pocos cambios de cartucho ya las firmas las tienen amortizadas).

De todos modos, siempre dispuesto a llevarle la contraria a mi interlocutor, aproveché la ocasión para contraatacar señalándole cómo el precio de las cosas no sólo no ha subido sino que lleva años sin dejar de bajar, poniéndose al alcance de la mayoría de los mortales.

Le hice ver cómo el reloj de pulsera que llevaba en su muñeca le daba la hora con una precisión de la que décadas atrás tan sólo costosísimos cronómetros de laboratorio podían presumir. Por no hablar del ordenador que a la postre venía a encarnar su teléfono móvil inteligente, con una capacidad de procesamiento y almacenamiento superior a la de las inmensas máquinas a las que yo tenía acceso cuando estudiaba la carrera de ingeniero. (De hecho eran unas moles alimentadas por tarjetas perforadas, y recuerdo que se comportaban como robots semihumanos que no sólo sobrecogían por su tamaño, sino por los sonidos, parecidos a extraños gemidos que brotaban de sus entrañas). Un ordenador de bolsillo que como poco le regala toda la Enciclopedia Espasa, y que le permite acceder, gratis total, oiga, a cualquier información, permanentemente puesta al día, y desde su asiento del autobús.

Pero en fin, para no abundar en el tema le puse unos deberes a mi amigo: que se tomara la molestia de consultar cuánto costaban, cuando contrajo matrimonio hace treinta años, una docena de huevos, un pollo fresco, 100 g de salmón ahumado, o un vuelo en clase turista a los EE UU (para que vea cómo lo que antes era prerrogativa de la jet-set ahora es asumible por la nueva jet-set popular del low-cost, en la que me consta milita mi viajero amigo).

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