El pasado 14 de agosto, tuve el inmenso honor de pregonar las Fiestas de La Cuevita, en mi querida Artenara. Mi segundo pueblo; mi segunda casa. Pequeña patria rocosa de alma tierna y serena, que hace treinta años me abrió sus puertas para impregnarme las entrañas de su aroma; y atraparme entre sus rincones purificadores. Para conquistarme. Y, por qué no decirlo, para enamorarme.

"¡Melita, prepárale el bolso al niño, que me lo llevo para Artenara!". Como cada agosto, llegaba puntual la llamada de Cecilia Díaz, cuya voz dulce emanaba al otro lado del auricular y yo, escuchaba entusiasmado desde las faldas de mi madre, haciéndole todo tipo de carantoñas y súplicas para que accediera a la invitación. Por eso, cuando fue el alcalde y amigo Jesús Díaz, Suso, quien contactó conmigo, en apenas unos segundos me invadieron infinidad de vivencias y recuerdos de tantas personas a las que sentí de nuevo a mi lado, sonrientes y orgullosas de este maravilloso regalo.

La familia Meneses Díaz, con la matriarca Lorencita, mujer de piel grieta y rebosante de sabiduría. En su cueva, siendo unos niños que apenas empezaban a levantar un palmo del suelo, correteábamos y lo pasábamos en grande tramando travesuras y los juegos más variopintos. Disfrutando de unos días de magia, en los que los lugareños nos transmitían y contagiaban a quienes veníamos de fuera, la ilusión por celebrar las fiestas de su madre amada. Disfrutábamos como enanos corriendo y saltando sin descanso de un lado, bajo la atenta y cariñosa mirada de los más mayores, quienes a buen seguro se veían reflejados en nuestras zancadas y aventuras. Escenas que se siguen repitiendo generación tras generación, como si el tiempo se petrificara a estas latitudes para eludir la nostalgia.

En el Barranco Grande aún resuenan los acordes que desde el Bar de Amelia improvisaba con su timple José Antonio Ramos, encumbrando a la perpetuidad el folclore y la música folk. Composiciones inspiradas en este entorno y que atrajeron a muchos otros músicos de diferentes lugares del planeta. Su legado lo custodia hoy otro artenarense, nieto de Victorino, Germán López, quien se encarga de mostrar al mundo ese acariciar de las cuerdas del timplillo y del alma, sutil y temperamental a partes iguales, que es Patrimonio exclusivo de Artenara. La tradición de versos improvisados en la voz de otro hijo de este pueblo, Yeray Rodríguez. Recopilador de la más valiosa historia oral de nuestra isla, la de nuestra gente.

Y es que Artenara es la cuna de la amistad. La amistad sincera y perenne que traspasa esta imponente tempestad petrificada de fuego y lava y se arraiga a los corazones de quienes tienen la fortuna de encontrarse entre estos paisajes... Me gusta recrear en la imaginación cómo habrían sido esos encuentros entre los lugareños y los visitantes ilustres que durante siglos han recalado en este municipio. Seguramente recibieron también el cariño de este pueblo y crearon lazos con los artenarenses que jamás olvidaron. Pues un amigo en Artenara, sin duda, es para siempre.

Se echa en falta a mucha gente. Personas que me regalaron su mejor sonrisa, una frase de bienvenida o un abrazo fraternal. Se extrañan, pero están vivas en el recuerdo de todos nosotros, en la memoria colectiva, en estas calles, en las plazas... ¡Y cómo iban a perderse las fiestas de La Cuevita! Estando Artenara tan cerquita del cielo como está.