Comienza un nuevo curso escolar y con él se perpetúan los mismos fallos y carencias a los que estamos condenados como sociedad desde hace décadas. A la vergonzosa diferencia de nivel educativo según territorios se añade la ya tradicional carestía de libros y material escolar. Sin embargo, en esta etapa recién iniciada quisiera poner el foco sobre un fenómeno tan inexplicable como aberrante que hunde sus raíces en motivaciones políticas en vez de pedagógicas y que es la demostración más palpable de la nula voluntad de nuestros dirigentes para abordar un Pacto por la Educación que nos salve de la mediocridad.

Desde el ámbito editorial se ha dado la voz de alarma sobre una realidad que, al menos a mí, me obliga a echarme las manos a la cabeza. Al parecer, existen unas veinticinco versiones de libros de texto de las mismas asignaturas, sean Lengua, Ciencias Sociales o, incluso, las aparentemente neutrales Matemáticas. En su informe anual, la Asociación Nacional de Editores de Libros de Texto y Material de Enseñanza alerta sobre la existencia de diferencias muy sustanciales en el tratamiento de las materias según la Comunidad Autónoma de referencia y, a renglón seguido, pide a las autoridades una mayor estabilidad normativa para evitar semejante despropósito. Si a ello se añade la diversidad de calendarios de renovación de los textos, la planificación empresarial se ve afectada y acarrea el incremento del precio final de venta de los tomos.

Sin embargo, lo más lamentable no es el excedente de irresponsables políticos del ramo en este país de países, nación de naciones, lugar de lugares o sitio de sitios, sino su firme objetivo de trasladar al alumnado contenidos contradictorios y hasta falsos sin que les tiemble el pulso. Así, algunos manuales incluyen planteamientos ideológicos tendenciosos que ponen de manifiesto las enormes diferencias territoriales en función de las opciones políticas que ejercen sus respectivos gobiernos.

Lo cierto es que el desconcierto de las familias, lejos de menguar, aumenta año tras año, cuando constatan con indignación la profunda brecha que separa a unas comunidades autónomas de otras, como si los niños fueran de primera o de segunda en virtud de dónde hayan nacido, o se vean obligados a estudiar medias verdades, interpretaciones falsas o datos perfectamente prescindibles para contentar a unos dirigentes que en lo último que piensan es en la objetividad y la imparcialidad de los conocimientos. No es de recibo sostener diecisiete sistemas educativos distintos que, además de imponer una serie de especificidades propias y, en principio, aceptables (el barranco X, el riachuelo Y o la romería Z), gocen de competencias para decidir sobre la mayor o menor carga lectiva de las asignaturas. En ese sentido, me remito a las declaraciones del otrora presidente José Ramón Bauzá afirmando que en Baleares las ediciones se llevarían a cabo en las modalidades de mallorquín, menorquín, ibicenco y formenterense. A mi juicio, es un sinsentido que debería mover a la reflexión, en aras a evitar escenarios de tensión como los que se están viviendo ahora mismo en Cataluña.

Debido a su gravedad, tampoco hay que olvidar el referido problema de la renovación de los libros de texto. La duración de cuatro años que se acordó en un decreto de 1988 se ha visto alterada por las autoridades educativas autonómicas sin previo aviso, imposibilitando que los estudiantes puedan heredar los ejemplares de sus hermanos e inhabilitando el servicio de intercambio que se organiza en los centros de enseñanza.

En definitiva, urge que las CC AA y el Ejecutivo alcancen de una vez por todas un acuerdo imprescindible en aquellos aspectos que conciernan a la unidad, la coherencia y la calidad de la Educación en España, puesto que se trata de la piedra angular de cualquier nación que se precie. Basta ya de controversias, de recelos y, sobre todo, de cálculos electoralistas, porque nos estamos jugando el futuro. Es desolador.

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