Aestas alturas ya nadie duda de que Rajoy se encuentra en una tesitura histórica, de la que puede salir victorioso frente a las huestes del secesionismo catalán, o bien caer fulminado en su empeño de mantener el orden constitucional. Acostumbrados a un presidente del Gobierno incapaz de movimientos audaces, afín a la demora, tenemos ahora por primera vez la oportunidad de comprobar hasta qué punto puede provocar el karma, o agrandar el problema e inflamarlo hasta el punto de entrar en la fase más crítica de una crisis de Estado. La sucesión de acontecimientos de tipo coercitivo con detenciones del aparato independentista, incautación de papeletas e intervención de las cuentas del Govern hablan por sí solo de un no retorno: Rajoy podría ser promotor y testigo estos días de una tormenta perfecta alimentada no solo por los independentistas, sino también por la izquierda del 15-M. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Forma parte de la marca Rajoy, impregnada de una cadencia que le funciona a la hora de mover ficha en su partido, pero que resulta catastrófica para un asunto tan crucial como es la convivencia entre la solidez nacional y su diversidad. Produce asombro que el PP haya llegado a donde nos encontramos sin plantearse que en cualquier momento le iba a aparecer un Puigdemont que pondría al Estado entre las cuerdas. Echamos de menos a un estadista y sobra por contraproducente toda una estética de Estado de excepción, que, por cierto, llama la atención por desbordante a los miembros de la UE, y no me refiero a Polonia. Rajoy no debe repartir carne a las fieras de dentro ni de fuera: más allá del método invasivo para frenar el independentismo, cabe esperar de él cierta transversalidad. Y si se le hace pesado siempre le queda antes del 1-0 la alternativa de nombrar a unos mediadores para que el destrozo no acabe con la democracia.
