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Los milicianos, héroes de Canarias

Hombres de campo? agricultores y ganaderos con afanes de proteger su tierra, su familia y su futuro, descendientes de portugueses, andaluces, algunos del norte? llegados a tierras extrañas -anheladas por berberiscos e ingleses y siempre abiertas desde tiempos inmemoriales al constante pirateo hasta de los que, bajo una misma corona, después se peleaban con los de aquí, como los de la lejana Holanda- y dedicados, como dijera Rumeu de Armas en su día, a esa "tarea pacífica" de colonizar las tierras del volcán.

Con pocos pertrechos pero cercanos a la costa, de donde nos llegaba lo bueno y lo malo de todas esas tierras, dependían de lo que los ayuntamientos insulares -los cabildos- les fueran concediendo como recursos, teniendo en cuenta el atractivo que ejercieran sobre los posibles invasores (diferente en cada isla), la forma de gobierno según señorío o realengo, la carencia de ejército o las defensas de cada una de las islas.

Según comunicación de Emilio Abad, el militar Gregorio López Muñiz destaca que fue Carlos I quien instituyó las Milicias Provinciales en algunas regiones de la Península y que sería ya en tiempos de Felipe II cuando se organizaron, más concretamente, en tierras canarias. Y será, nuevamente, el ilustre investigador canario Antonio Rumeu de Armas quien en su simpar trabajo Piraterías y ataques navales contra las Islas Canarias nos aclara de una forma específica que "no se puede hablar en Canarias de un ejército permanente, ni de una auténtica organización militar hasta los tiempos de Rodrigo Manrique de Acuña y Pedro Cerón [1551], en que las Milicias se estructuran y organizan, no ya para una acción determinada, como el ejército de la conquista, sino como algo permanente y estable, encargado de la defensa del país frente a sus invasores".

Esta organización de la rudimentaria, pero muy efectiva, defensa de los territorios isleños a través de la organización de su población masculina en milicias comenzaría a la mitad justa del XVI en Gran Canaria, y seguiría pocos años después en las islas de Tenerife y La Palma, lógicamente las tres de realengo, las pertenecientes a la corona. El estudioso Dacio V. Darias Padrón, en su Sumaria historia orgánica de las Milicias de Canarias, nos aclara que aquellas tropas surgidas de campesinos, prácticamente todos ellos pacíficos pobladores aquí llega-dos una vez terminada la conquista, con una extraordinaria predisposición pero una muy poca preparación y disciplina, fueron puestas en manos de oficiales, "elegidos por los cabildos [...], entre las clases hidalga y acomodada". Y aunque aquí también hubiera clases, había que estar preparados para que en caso de ataque o invasión todo el mundo apechugara. En este sentido, un acuerdo del Cabildo Catedral de Canarias hace constar que en caso de invasión de la isla de Gran Canaria, el deán tendría competencias y obligaciones de capitán y el arcediano las de alférez. Brillante imagen esa de los curas, arremangadas las sotanas y arcabuces y mosquetes al hombro, defendiendo el suelo del pueblo al que el resto del año ayudaban a conseguir las glorias del cielo.

Pareja a toda esta organización, los gobernadores, como representantes de la Corona en las Islas y comprobando cuán vulne-rables estaban ante los ataques que tanto abundaron en los momentos inmediatamente siguientes a la conquista, se preocupa-ron de estructurar y construir mejores y mayores estructuras defensivas y de organizar de una forma aceptable cómo y de qué manera se respondía a esta obligación de defender su tierra. La fuerza y el coraje estaban asegurados; las fortificaciones y sistemas defensivos no tanto. Sucesivos ataques berberiscos y franceses obligaron al gobernador Rodrigo Manrique de Acuña a aumentar las de Gran Canaria con los torreones de Santa Catalina, San Telmo y San Pedro Mártir. Murallas (como las que aún pueden verse en Mata) y otras mejoras defensivas que hicieran más fácil el trabajo de nuestros milicianos. Personajes como Leonardo Torriani o Próspero Casola aparecen nítidos y brillantes en toda esta época histórica en la que la metrópoli tuvo que poner esfuerzos y cuartos para que nuestras islas no fueran permanentemente arrasadas o, peor aún, pudieran pasar a ser dominio de otras naciones, pujantes por entonces en lidiar con España por religión y dominios.

El alistamiento era universal y masculino, entre los 16 y los 60 años, con nociones rasas y suficientes de disciplina y técnicas militares. En sus inicios Gran Canaria reclutó 1.800 hombres organizados en compañías ubicadas en el territorio insular de 200 hombres, mandadas por un capitán, cargo al que en las décadas siguientes se unirían, según necesidades y personajes a los que honrar con título, con sargentos, tenientes, subtenientes...

En 1554, un año después del ataque de Pata de Palo (François LeClerc) a su capital, La Palma seguirá la misma pauta organizativa para sus milicias. Rumeu de Armas sitúa en este mismo año el momento en que las milicias canarias pasan de ser "de creación espontánea" a constituir "un verdadero ejército regular". Y popular, añadiría yo. Con sus correspondientes uniformes, muy parecidos, dicho sea de paso, a sus cotidianas ropas de faena y de la cual han dejado constancia dibujantes y grabadores.

Se crearon también las milicias a caballo. Un rango superior. Algo que logré entender cuando, años más tarde, mi abuela me regaló el arcón de cedro de uno de mis tatarabuelos, el capitán Antonio Suárez, que guarda aún disimulado en su tapa el hueco donde ocultaba el arma, tallado en la madera y con su resguardo. Y me habló con orgullo de ese antepasado suyo que iba a Teror a "hacer ejercicios" y a la costa a "defendernos de moros". Y, para acentuar más esa dignidad, añadía "y montaba a caballo", sin que yo, por entonces, llegará a entender en qué consistía ese honor.

Muchas ocasiones tuvieron por desgracia nuestros milicianos de hacer patente la defensa de Canarias que siempre tuvieron por honra. Drake, Van der Does, Pata de Palo, Nelson? son piratas, militares, invasores, y a la vez medallas de prez y nobleza de unos hombres que cuidaban cultivos, recogían fruta, alimentaban ganado en su día a día y que cuando las campanas tocaban a rebato se preparaban con todo el pundonor de su integridad de hombres de bien para defender a su familia, su patria, la raíz profunda de su ser, del ataque de extranjeros.

Por ello han merecido las investigaciones de muchos estudiosos e historiadores como los del nombrado Rumeu de Armas, García Pulido, Darias Padrón, Torres Campo? o, recientemente, los extraordinarios trabajos que al respecto ha realizado el teguestero Amós Farrujia.

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