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La angustia del columnista

El escritor Fernando Savater, que ahora firma una columna en un importante periódico nacional, filosofa (nunca mejor dicho ya que es filósofo de oficio) sobre lo que él describe como la "angustiosa búsqueda del tema nuestro de cada día", una angustia que, en su caso, no es diaria sino semanal porque esa es la periodicidad con que acude a la cita con los lectores. Y dice, en la última colaboración que le he leído, que para aliviar esa tensión los columnistas tienen siempre a mano el recurso de hablar de ellos mismos. Un recurso narcisista -reflexiona- de interés más que dudoso porque "para hacer un relato del yo que merezca la pena hay que ser por lo menos Montaigne y no suele ser el caso". Pese a todo -concluye- hablar de uno mismo en los periódicos "es a veces el mejor refugio frente a una actualidad demasiado contaminante y de la que nadie que se meta a fondo sale incólume". Tiene razón el filósofo, la actualidad (la rabiosa actualidad que se dice en los medios como si lo que acontece fuera un perro peligroso) tiene efectos tóxicos y hay que transitar por ella con parecidas cautelas a las que emplean los habitantes de una ciudad especialmente contaminada. Una situación de extremo agobio que hemos padecido (y aun padecemos) con el contencioso catalán, que amenazaba con convertirse en un monotema obsesivo hasta que el choque con la realidad hizo el efecto de una ducha fría, la calentura política bajó varios grados y el enfermo dejó de delirar. Menos mal, porque hasta entonces no se podía hablar, escribir o leer sobre ninguna otra cosa que distrajera la atención del público. Encontrar el tema para llenar una columna de entre quinientas o seiscientas palabras no es tarea fácil y los que llegan a ese ejercicio desde la amplitud de la novela o el ensayo tardan un tiempo en adaptar el cuerpo literario a las nuevas, y más estrechas, dimensiones. Don Julio Camba, el excelso humorista gallego, se quejaba de esa servidumbre. Cualquier persona normal -argumentaba el escritor arosano- visita Burgos, o contempla una puesta de sol, y disfruta de ese paisaje a plenitud, pero el columnista solo ve el pretexto para escribir un artículo inmediatamente y mandarlo a la redacción para llenar el hueco que dejaba la columna. Y parecida sensación de angustia tuvo Eduardo Mendoza cuando lo invitaron a sustituir a su buen amigo Vázquez Montalbán poco después de que el creador del detective Carvalho falleciese repentinamente. La sustitución de un columnista consagrado por otro que aun no le tiene cogido el truco (ni la medida) a ese género periodístico es complicada y hay que darle un margen al nuevo para que se gane la confianza de los lectores. En ese sentido, fue ejemplar en el ABC de la dictadura, la sustitución de César González Ruano, un veterano prosista de referencia que murió escribiendo su columna, por el ovetense Carlos Álvarez, más conocido por el sobrenombre de Cándido. Eran muy distintos, pero el nuevo, y más joven, se hizo pronto con el puesto. Los que llevamos muchos años escribiendo casi a diario debemos ser gente rara. O nos sobran temas o nos sobra desfachatez.

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