Hoy, a modo de tardía expiación, un grupo de activistas con yugos y cadenas comienzan una marcha de 400 kilómetros que partirá desde la Iglesia de la Santa Trinidad de Hull, ciudad natal del más destacado abolicionista William Wilberforce.

La marcha, en la que participa un descendiente de aquel, se unirá el 24 de marzo a otra, encabezada por los arzobispos de Canterbury y de York.

La ley de 25 de marzo de 1807 por la que se puso fin al tráfico de esclavos (Slave Trade Act), fue fruto de los esfuerzos del diputado conservador Wilberforce, pero muchos ciudadanos de toda condición contribuyeron a ella, empezando por Thomas Clarkson, fundador en 1787 de la primera sociedad abolicionista.

El comercio de esclavos fue un negocio triangular tremendamente rentable: los buques europeos llevaban ron, armas de fuego, tejidos y otras mercancías a África, donde compraban esclavos que luego transportaban a las plantaciones del Caribe para regresar de allí cargados de azúcar, café y otros productos.

La primera operación de ese tipo a cargo de un inglés la llevó a cabo en 1562 el bucanero John Hawkins, quien rompió así el monopolio africano de que gozaban los portugueses, y su éxito fue tal que la reina Isabel I, que en un principio había denostado tales prácticas, terminó invirtiendo en las expediciones subsiguientes.

Una compañía inglesa, la de los Royal Adventurers, iba a encargarse en un principio de ese comercio en régimen de monopolio aunque, tras diversos avatares derivados de la guerra con Holanda, fue sustituida por la Royal African Company, a la que el rey Guillermo III retiró el monopolio en 1698.

El negocio del comercio de esclavos fue viento en popa mientras duró: sólo desde el puerto de Bristol salieron más de 2.100 buques desde ese último año hasta 1807 con una carga superior al medio millón de esclavos.

No fueron, sin embargo, los ingleses los únicos comerciantes que se lucraron abasteciendo de mano de obra negra a las colonias españolas y de otras naciones europeas.

Se calcula en unos veinte millones los africanos transportados como esclavos por barcos ingleses, portugueses, holandeses, franceses, daneses y de otras naciones desde finales del siglo XV hasta el XIX, una sangría sin precedentes.

El comercio de esclavos hizo la fortuna de ciudades como Bristol o Liverpool, el mayor puerto dedicado a esa práctica en el Viejo Mundo, y así se calcula que en 1771 cinco octavas partes del comercio de esclavos británico y tres séptimos de todo el europeo se desarrollaba a través de esa plaza.

Aunque diez firmas mantenían una especie de oligopolio, ciudadanos de distintas profesiones, desde abogados hasta sastres o barberos, al igual que miembros del establishment político, parlamentario y eclesiástico, muchos de ellos hijos de la Ilustración se lucraron con ese tráfico.

Si al final se impuso la convicción de que había que acabar de una vez por todas con tan inhumana práctica, ello no se debió sólo al creciente sentimiento de culpa de numerosos ciudadanos.

A ello contribuyeron asimismo las revueltas de los propios esclavos como la que protagonizó Toussaint L´ Ouverture en la Española, que desembocaría en la proclamación en 1804 de la República de Haití.

Influyeron también factores económicos, como ha señalado el historiador Eric Williams, según el cual cuando el capitalismo británico dependía del comercio con las Indias, no pareció importarle la crueldad de la esclavitud, pero cuando el monopolio de que gozaban aquellos colonos se volvió un estorbo para el libre comercio y la expansión del imperio, no vaciló en destruirlo.

Ello no resta, sin embargo, ningún mérito a hombres como los citados Wilberforce y Clarkson, además de otros como Erasmus Darwin (abuelo del naturalista Charles Darwin), Joseph Priestly y los miembros de la llamada "Lunar Society", todos ellos convencidos abolicionistas, al igual que el movimiento religioso de los cuáqueros, ni a los cientos de miles de ciudadanos que firmaron reiteradas peticiones para acabar con esa práctica.