Las obras de Carlos Fuentes y Vargas Llosa siempre están a mano en mi librería personal, excluidas del caos que acumulan los años en las estanterías de un piso. Son dos de mis escritores tutelares, esos que, de pronto, sientes la necesidad de releer sin tiempo para andar rebuscando. El laberinto de la vida y la muerte asocia hoy sus nombres: Fuentes, porque se ha ido; Vargas, porque ha llegado a recibir el título de hijo adoptivo de Las Palmas de Gran Canaria y el doctorado honorífico de su Universidad. Un punto final y un punto y seguido en el relato existencial de dos grandes artistas.

Además de la literaria, conservo la memoria de dos largas sobremesas en las que pude asomarme -tan solo esto, que es mucho- al mundo íntimo de dos seres humanos absolutamente singulares. Con Carlos Fuentes compartí cena en Las Palmas, después de la conferencia en el teatro Guiniguada que habían conseguido Juan Manuel García Ramos y Pepe Otero, factores de espléndidos ciclos con creadores y pensadores de primera magnitud. El novelista mexicano nos hizo obsequio de su cortesía impecable, abierto al quizás enojoso chorro de cuestiones propuestas sin orden ni sistema por un puñado de lectores entusiastas. La coherencia de su discurso oral impresionaba tanto como el escrito. Más allá de literalidad de sus juicios y opiniones, era perceptible la riqueza polisémica de un lenguaje a veces relativista, otras metafórico, que seduce como segunda atmósfera de su escritura. Entre la realidad verificante y la realidad imaginada, circulaba en las galerías profundas de su lenguaje sosegado el flujo de espiritualidad de un humanista genuino. Y también la elegancia de un intelectual que sabía defenderse de nuestra tendencia al radicalismo de la laudatio y la denostatio yuxtapuestas sin matices.

Con Mario Vargas compartí en Oviedo un almuerzo entre jurados de los premios Príncipe de Asturias. La agudeza de este fundamental testigo de nuestro tiempo, lúcido analista y comprometido partícipe, preciso en el concepto, brillante en la expresión y caudaloso en la bien medida espontaneidad, deslumbraba por la potencia del concepto cultural o divertía con el don del humor, omnipresente en su literatura y su periodismo como recurso distanciador o invitación al debate. La palabra proteica descubría sin exceso las facetas de la talla que convierte la plenitud de lo vivido en conocimiento y experiencia estéticos. En todos despertaba el afán conversatorio y la sensación de estar viviendo un momento único.

Vuelvo ahora a sus libros por vez enésima. Además de saberlos inmortales, me pregunto en qué estadio hubiera quedado la evolución creadora de nuestra lengua sin el tesoro de sus aportaciones. Y dirijo desde mis adentros un fervoroso "hasta siempre" a Carlos Fuentes y una feliz bienvenida a Vargas Llosa, dos gigantes con los que tuve el privilegio de conversar.